24/10/2020

Susana Relva -- El pozo

 (Trabajo del Taller de Narrativa 2020.)


Adelina abrió despacio los ojos y trató de enderezarse, hundida en el colchón del catre que rechinaba. No se acostumbraba y le dolía la espalda, pese a que dormía allí desde que habían llegado. Su tía Pascuala, que estaba en el país desde unos años antes, les prestaba una pieza. Su marido Luiggi se había empleado como empedrador para las calles de esa ciudad que había nacido hace tan poco y con esa idea se habían embarcado en el Navarre, en el puerto de Nápoles, hacía ya casi un año, en octubre de 1882. Al menos aquí había trabajo, y mucho.

Desde entonces iba avanzando con su lista mental de lo que quería lograr: había aprendido a manejarse bastante con el idioma, se acostumbraba a vivir en esa ciudad tan plana y cercana al río, no debía extrañar las montañas verdes del pueblo de sus primeros años y debía conseguir su propia casa para vivir. Lo pensó mejor y agregó en un lugar importante de la lista un catre más blando.

Con respecto a la vivienda estaban pagando de a poco un terrenito cercano y en los tiempos libres Luiggi avanzaba en el armado de la futura casita. La construía con chapas descartadas de los barcos, que conseguía en el puerto gracias a un cuidador conocido; las trasladaba después hasta allí con el carro. En el fondo ya había plantado unas verduras y construido un gallinero para albergar dos batarazas. Todo esto ayudaba para subsistir, pero siempre había contratiempos que dificultaban avanzar un poco más allá para completar la lista. Y una de las cosas que más le preocupaba era poder extraer su propia agua para consumir, ya que siempre se posponía para una mejor ocasión. Y por eso todo el día era una sucesión de baldes que iban y venían desde la casa de la tía.


Mientras pensaba eso se enjuagó la cara en el fuentón y miró a su marido, sentado en la cama en camiseta. Pensó en la lata donde ponía los pocos pesos que juntaba, cuando podía juntar, a fuerza de coser y lavar ropa ajena. Creyó que ya era tiempo de intentarlo. ¿Y si Luiggi hablaba con su paisano Mario que era pocero y usaban ese dinero para la excavación? Él sacudió un poco la cabeza mientras se acomodaba los tiradores. Adelina se quedó contenta; era lo más parecido a una afirmación que solía emitir su marido. Al menos no se había negado.

Efectivamente, al otro día le confirmó que iba a ir Mario a ver el trabajo. Ella se vistió con su vestido azul para dar una buena impresión y se cambió el delantal de todos los días por uno que le cubría toda la falda hasta el borde del tobillo y con una pechera con puntillas. Se recogió el cabello en un rodete bien tirante, se calzó el chal de lana y se fue hasta el terreno a esperar a Mario, porque Luiggi tenía que ir a trabajar.

Cuando lo vio llegar le llamó bastante la atención. Mario bajó de su caballo despacito dejando ver su pantalón marrón con tiradores y una camisa que alguna vez fue blanca, con un pañuelito rojo al cuello por todo abrigo. Por detrás aparecía su ayudante, un muchachito flaquísimo cuyos pantalones se sostenían con una soga atada a la cintura y un rostro que no veía el agua hacía tiempo. Ella le mostró el lugar y lo dejó trabajando para volver a la casa a preparar el almuerzo para Luiggi. Cada tanto, sin embargo, se daba una vuelta para espiar y así pudo ver cómo, de a poco, iba apareciendo el trípode de madera con el balde colgado, la pala y el pico que subían y bajaban ahondando el hueco que se alejaba de la superficie del terreno. Luiggi también pasaba al volver del trabajo, se quedaba un rato hablando con Mario y lo ayudaba a retirar el balde, cuando el chico avisaba desde adentro que ya estaba lleno.

Uno de esos mediodías, al volver para almorzar, a Luiggi se le ocurrió acercarse y ofrecerle a Mario si lo quería acompañar a tomar algo a lo de Vargas. Mario aceptó y dejó a su ayudante comiendo a la sombra encargado de cuidar sus herramientas para seguir después a la tarde. Y allá se fueron los dos, caminando por la huella de tierra, hasta la puerta del boliche. Al llegar, apoyados ambos en la barra de estaño, Mario contó con nostalgia que hacía mucho que no iba a lugares como ese porque su mujer lo tenía cortito, pero que a él le encantaba tomar el suissé. Luiggi con una mirada cómplice lo invitó a probar uno. Y Vargas apareció al rato con dos faroles de ese líquido verde lechoso que con ganas se pusieron a tomar. Hablaron un rato, recordando su paese y volvieron, Luiggi a dormir su siesta y Mario a la excavación. Al llegar se encontró con su ayudante tirado en el piso, agarrado fuerte a su panza con cara de dolor. Entendió que a la tarde iba a ser él quien bajaría y el otro, el ayudante desde arriba.

El agujero debía tener poco más de un metro de ancho y ya iba por los tres metros de hondo, así que no era tan fácil bajar. Mario fue descendiendo de a poco y al llegar al fondo agarró la pala y comenzó. El ritmo de la paleada llenaba el balde con la tierra que sobraba y al completarlo, pegaba el grito para que el ayudante, sin soltar su panza doliente, diera vuelta a la polea para izarlo y vaciarlo. El segundo balde vacío iba bajando cuando Mario comenzó a sentir sensaciones raras: su cabeza no parecía estar quieta en su sitio, el piso semejaba arena movediza y la pala no se quería mover. Pensó en subir, pero sus miembros no le respondían, agarrado a la soga pedía al chico que lo suba; pero éste, todavía dolorido, no tenía la fuerza para lograrlo. Mario se sentía cada vez peor y la falta de aire en el hueco no ayudaba.

Mientras tanto, en la pieza, Luiggi remoloneaba para levantarse. Abría los ojos despacio cuando sintió que Adelina lo llamaba desesperada. ¡El chico del pocero, el chico del pocero! ¡Dice que Mario está abajo y grita que se muere! Luiggi salió despedido para el terreno, para escuchar desde lejos un grito opacado ¡Luiiiiggi, … muooooio! Se arrimó al borde para ver la escena que no imaginaba. Aferrado a las paredes del hueco, Mario, más verde que el pasto de alrededor, movía la cabeza y gritaba que lo ayuden. Comenzó a tirar de la cuerda y al rato llegó Adelina con el chico; entre los tres pudieron arrastrar a Mario afuera y dejarlo tirado a un costado, firme sobre el piso, aunque él siguiera sintiendo que el mundo se movía demasiado. Y allí quedó. El chico subió al caballo y partió para buscar a la mujer de Mario que llegó al rato, hecha una fiera. El pobre Mario seguía sin reaccionar pese a las cachetadas que recibía y entre todos lo subieron al caballo y la doña se lo llevó a la rastra. 

Si bien al otro día lo esperaron, Mario no volvió. A media mañana solo apareció el chico, a disculparse de su parte, diciendo que la mujer no paraba de protestar y de jurar que allí no iba a volver nunca más, porque esa gente era muy mala compañía.


Luiggi fue a su trabajo. Adelina llevó, como todos los días, dos baldes repletos de agua para el terreno desde la casa de su tía. Los dejó a la sombra y, mientras pensaba en lo que había pasado, se asomó al hueco sin terminar sintiendo una sensación rara, como si la atrajera. Se enderezó rápido, mientras en su mente avanzaba con una nueva lista: Habría que taparlo con unas maderas, habría que evitar que alguien se cayera adentro, habría que seguir en la pieza un tiempo más, habría que seguir esperando.


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