27/11/2016

Sinopsis Argumental

Victoria Witemburg - Taller de guión cinematográfico



Un joven Manuel Belgrano es asediado por una fiebre que lo deja postrado en una cama. Es atendido por una joven enfermera que trata de bajar y aliviar su fiebre poniéndole unos trapos húmedos sobre su frente. El joven Manuel Belgrano es agobiado por pensamientos que no puede sacar de su cabeza y que en su estado se potencian aún más. El coronel balbucea unas frases que parecieran no tener sentido, habla de un pequeño sonido de un tamborcito que dejo de sonar, que se paró, de la risa de un niño que ya no ríe. La enfermera no deja de pasar los trapos húmedos sobre su cabeza. Pedro Ríos, un niño de doce años está tirado en el piso, su cuerpito tendido boca arriba con sus brazos estirados a los costados del mismo. Sus ojos están abiertos, no se logra saber si esos ojos ven el resplandor que producen las bombas en el cielo o si ha muerto. Corre el año 1978 en Yaguareté Cora, el lugar es una pequeña Capilla de pueblo. El lugar está completamente desierto salvo por la presencia de un joven hombre vestido con ropa militar. Apoyado sobre sus rodillas rezando vehementemente ante la imagen de San Francisco de Asís. En la puerta de entrada un hombre observa atentamente al joven coronel. Un grupo de soldados están desparramados en la plaza del pueblo descansando, entre ellos se encuentra Manuel Belgrano y Celestino Vidal. Unas mujeres se acercan a los soldados con canastas repletas de comida. Por la misma plaza pasa caminando el niño Pedro Ríos. Manuel Belgrano escucha el canto de unos niños y camina hacia la escuela que es de donde provienen las voces del coro infantil y al llegar al lugar los niños perfectamente alineados siguen el lineamiento de su maestro que no es otro que Antonio Ríos el padre del pequeño Pedro Ríos y el mismo que observaba respetuosamente a Manuel Belgrano en la capilla rezando. Cuando terminan de cantar Antonio Ríos toma del brazo a su hijo Pedro y acercándose a Manuel Belgrano le da su consentimiento, rogándole que acepte a su hijo porque él es ya un hombre de avanzada edad y su hijo es la única ofrenda que puede hacer a la patria a lo que Belgrano atónito sin responderle se retira del lugar. La salud del coronel Celestino Vidal empeora. Su diabetes compromete seriamente su visión y su médico le advierte a Belgrano que no es conveniente que participe en las próximas batallas. Celestino Vidal le confiesa que el padre de aquel niño fue a verlo. Y entusiasmado por como toca el tambor el niño le pide a Belgrano que piense en la posibilidad de que Pedro anime a la tropa con el tambor y le sirva de lazarillo por el tema de su visión. Cuando todos los soldados alineados esperan la orden de su superior aparece Pedro Ríos por entre las filas de los uniformados con un radiante uniforme militar que el propio Belgrano le entrego y la aceptación finalmente de este último para incorporarlo en las filas. Ya en el campo de batalla Celestino Vidal retrocede con todo su destacamento. Ya al encuentro de Vidal con todos los soldados diseminados al mando de Belgrano con cientos de soldados a pie y a caballo avanzan hacia las filas enemigas paraguayas. Pedro Ríos avanza impasible y comienza a redoblar con los palillos el parche de su tambor acompañado de cientos de soldados que pasan a su alrededor a pie y otros a todo galope impulsados bajo las ordenes de Belgrano y como una tromba siempre hacia adelante. Celestino Vidal camina unos pasos más atrás que el niño, escuchando siempre el sonido de su tambor. Las bombas resuenan por todos lados y el polvo levantado dificulta la visión, pero Celestino es guiado siempre por el sonido del tambor que el pequeño niño toca con todas sus fuerzas. Los hombres siguen cayendo a su alrededor productos le la balacera. Dos disparos suenan, viéndose la sangre en el pecho del niño que es alcanzado finalmente por las balas. Celestino Vidal levanta la vista y ve al niño caer muerto sobre el piso y corre a su lado levantándolo y llorando desconsoladamente. En la plaza Máximo Paz una maestra con su uniforme blanco parada frente a la estatua de El tambor de Tacuarí lee una carta escrita del puño y letra de Celestino Vidal. Murió de dos disparos dice la carta…estoy seguro de que la muerte de aquel niño héroe fue mi salvación, porque al detenerme, no caí como cayeron todos los del ala donde estábamos nosotros concluye la carta. Los alumnos distraídos con sus celulares no oyeron las conmovedoras palabras que aquel Celestino Vidal conmovido hasta las lágrimas nos deja entrever que en aquella jornada hasta los ciegos y los niños fueron héroes.  

El infierno musical

Gabriel Arguello - Taller de guión cinematográfico



Claudia (30 años) es profesora de piano. Está divorciada y vio su carrera de concertista truncada al quedar embarazada de Martin, un niño que ahora tiene diez años. En Gastón(19 años) su alumno favorito, ve la posibilidad de trascender musicalmente por sus condiciones para tocar e interpretar con el piano. La relación entre ambos se vuelve cada vez más complicada debido a la obsesión mutua. Por un lado Claudia quiere que Gastón sea lo que ella no pudo y a su vez él se ve seducido y atraído por la capacidad técnica de su profesora. Por un lado el alumno esta embelesado por su profesora a la vez que ella ve en su alumno todo lo que no pudo ser, dejando que esta idea ronde una y otra vez en su mente. La relación entre ambos se hace cada vez más estrecha y enfermiza, en donde uno quiere saber todo del otro, abundan las llamadas telefónicas a cualquier hora y la necesidad de saber dónde está y que hace, lo que genera celos descontrolados. La relación se pone cada vez más tensa, hasta que Gastón ya cansado de la presión de tener que ser “el pianista” de la ciudad en un rebato de furia estalla hacía su profesora y termina está obsesión al destrozarle los dedos con la tapa del piano.

La Casa Sangrante

Daniel López Pacha - Taller de guión cinematográfico


En un barrio muy humilde de un pueblo vive Luisa, una joven de catorce años que esta al cuidado de un hombre borracho y déspota junto con  su mujer. Ellos regentan el lugar vendiendo  el cuerpo de esa niña a cambio de dinero. El mal trato que sufre por parte de esa pareja es continuo, la alimentan como a un animal con las sobras. Día tras días varios hombres  pasan por el lugar sin importarles  nada.
Cuando puede Luisa visita a una vecina que es muy amiga de ella. La mujer que es creyente le enseña las palabras del Evangelio para que trate de olvidar lo que le sucede.
Al tiempo Luisa queda embarazada  sin saber quién es el padre. El hombre al darse cuenta de la situación llama a una partera para que la asista en su casa. Tras horas de sufrimiento nace una niña que la llama Mabel.  Pero la vida continúa como siempre para la joven, ahora con una hija.
Al cabo de doce años la vecina ayuda a Luisa y a su hija para que se escapen de ese lugar. Una noche salen hacia la Terminal de micros y viajan hacia la Ciudad de La Plata con algo de dinero.
Al llegar alquilan una habitación cerca de la Estación de Trenes, con el correr de los días se quedan sin dinero, Luisa trata de conseguir trabajo pero no lo consigue. Al sentirse tan desafortunada no le queda otra que volver a hacer lo que no le gusta, empieza a vender su cuerpo. Un día conoce a un hombre que es el único que la trata bien, este al ver su oportunidad con esa joven, la utiliza para ganar dinero,ella siendo tan ingenua no ve la intención de ese hombre que no solo la prostituye, sino que la introduce al mundo de la droga. Este hombre al mes le da una casa a Luisa para que viva y trabaje. Para pedir perdón por lo que hace va todos los domingos a misa. Con el correr del tiempo ya la droga la tiene destruida y al ver que ya su cuerpo no le da más comienza a prostituir a su hija. Luisa para que entienda que lo que hace por es por pedido de Dios le lee la biblia. Varios hombres comienzan a pasar por la casa de Luisa para ver a Mabel, los meses van pasando y Luisa a la noche comienza a enterrar paquetes en el fondo de la casa. Una tarde al regresar de misa Luisa encuentra sangre en los pisos de la cocina, no le da importancia y lo limpia. Al siguiente día Mabel enfrenta a la madre ya cansada por lo que hace, Luisa con furia la lleva al sótano de la casa encadenándola a una pared.
Una mañana Luisa se levanta, yendo a la cocina ve nuevamente sangre en el piso, junto a moscas y gusanos, enfurecida se dirige al sótano a culpar a su hija por lo que sucede, le dice que la sangre es por sus pecados y comienza a golpearla con un palo.

Ya cansada de golpearla, Luisa se arrodilla junto a su hija, en ese instante comienza a brotar sangre del piso, la misma se acerca a Luisa y la toma de los pies, Mabel casi muerta le dice que esa sangre es de sus hijos que tuvo durante su estadía en la casa y la madre enterraba, es la sangre de los inocentes que  vienen  a vengarse de Luisa. Una vez que se llevan a Luisa al fondo de la tierra las almas de esos niños se elevan al cielo junto a Mabel.

Reina

Malena Zaniratto – Taller de escritura para jóvenes



Cuento ganador de la etapa municipal de los Juegos Bonaerenses, edición 2016, categoría sub-14


Soy la hija única de una familia que fue criada en el campo.
Mi padre, Rosendo Pérez, ordeñaba las vacas y mi madre, Antonia Pereyra, alimentaba a los cerdos.
A mí, Rosaura Pérez, que había nacido para ser reina según decía mi abuelo, tuvieron que llevarme de urgencia al hospital tras haberme intoxicado con una taza de leche y un trozo de sandía que había encontrado en las orillas del arroyo. Después de una semana de internación volví a casa con el alma desamparada.
Teníamos un invernadero, la mayoría de las plantas eran de algodón y girasol, y yo me pasaba las tardes cosechando el algodón para que mi padre lo vendiera en el mercado, y juntando esas semillitas que soltaban las flores para hacer pipas.
Sólo tenía un vestido y un par de zapatillas gastadas. Cuando me bañaba tenía que lavar el vestido, sentarme en una palangana y esperar a que se secara.
Un día llegó de visita mi abuela, había venido de la ciudad capital para ver a mi madre.
Yo, que nunca había tenido un juguete, quería una muñeca, y ella me regaló la primera. Le puse Anita.
Todas las mañanas me levantaba a las 5.30, metía a Anita en el bolso que había fabricado a mano con juncos, y caminaba 3km hasta llegar a la escuela.
Una tarde cuando volví a casa mi abuela ya se había ido, y me quedé con las ganas de acompañarla a la capital. Ese invierno murió de una pulmonía.
Mi padre empezó a llegar tomado por las noches y se iba a dormir, después de dejar en el bar lo juntado en el día con la venta del algodón. La cara de mi madre reflejaba que disgusto que no podía gritar.
Un día decidí mudarme a la ciudad, hice la valija y me fui dejando atrás la casa de mis padres y mi vida junto a ellos.


No conocía a nadie en Buenos Aires. Alquilé un cuarto en una pensión de Once. Me tomaron una prueba en un taller de confección de ropa y quedé efectiva. Trabajo mucho y me pagan muy poco. Por las tardes siento desde la ventana un aroma a pan calentito, y recuerdo al abuelo poniendo en la mesa el pan recién sacado del horno de barro, diciéndome con una sonrisa “para vos, reina”. 

Detrás de la puerta

Valentina Nuño – Taller de escritura para jóvenes


A veces me quejo, pero los que de verdad lo pasan mal son los que están encerrados detrás de esta puerta. Yo antes los conocía, hasta con algunos éramos amigos; después nos separamos… por mí está bien ¿sabés?, los extraño un poco, pero sé que están vacíos, no tienen nada ahí adentro, hasta a veces me dan lástima. Lo que no entiendo es cómo no se aburren, todos los días lo mismo, la misma rutina, yo me hartaría... por algo será que están de ese lado y no de éste.
Acá puedo hablar con cualquiera, aunque algunos me caen mejor que otros; pasan rostros que directamente no me hablan, ojos que se me quedan mirando, siluetas que había olvidado y reaparecen, otras que no quería volver a ver. He visto a bastantes personas con caras borrosas, como si se estuvieran esfumando; ellos también me dan pena, porque si no los vuelvo a ver, significa que dejaron de existir; si no existen para mí, no existen para nadie más. También me visitan familiares y amigos, pero como eran antes de pasarse al otro lado. Hay tanta gente… ¿los de atrás de la puerta no se cansarán de ver siempre las mismas caras?
Cuando estuve de ese lado no pude comprender cómo los demás encontrarían la felicidad, si es que realmente lo harían… algunos estaban, o pretendían estar, muy contentos. Para mí no es posible ser feliz en ese entorno, teniendo esa vida.

En cambio, con mi espalda apoyada sobre esta puerta, no podría estar más contenta. Mi mundo, todo lo que quiero, todo lo que necesito está acá, adentro de estas cuatro paredes blancas que contienen mi vida.

Ojos Enmascarados

Sebastián Martínez – Taller de escritura para jóvenes


En las penumbras de la noche, se alzaba la luna redonda cuya luz quedaba rezagada por las nubes pasajeras. Sobre la tierra, el susurro del viento traía consigo el chirrido de un molino  y la fricción de las hojas de los árboles. El olor a tierra mojada y a humedad de los antiguos muebles de una casa solitaria, completaban la escena.
 En ella habitaba un hombre ya entrado en años pero que aún conservaba su físico; la barba negra y tupida acompañada de un pelo grisáceo que en algún momento, había sido probablemente, una melena negra y larga. Sus ojos verdes resaltaban en su tez al igual que sus labios. Según indicaba el buzón de la casa, su apellido era Hoegaarden.
 La sangre empezaba ya a verterse en el piso de madera. El contacto con ésta hizo despertar al hombre que intentaba arremolinarse en sus sueños de nuevo. Sin éxito y con asombro, se levantó con flaqueza, tanteando las zonas heridas de su cuerpo. Tambaleante, salió de su habitación sin rumbo fijo y mareado; aferrándose a la baranda de la escalera de antaño con toda la fuerza que le podían proporcionar sus débiles y entumecidos músculos. Mientras  bajaba, a paso cojo, se cayó por un inoportuno mareo que concluyó con él tirado sobre el gélido suelo boca abajo. Seguía respirando, a pesar de tal derramamiento de sangre aunque, poco a poco, su respiración se hizo cada vez más pesada….más…..pesada.
 Luego, lentamente, se incorporó y se paró. Volvió a tantearse el cuerpo, atónito ante la plenitud en que se encontraba, sin marca o dolor alguno. Acabada la inspección, se predispuso a caminar hacia la puerta cuando en el primer paso, tropezó ante algún objeto desconocido. Al llegar al dintel, miró hacia atrás expectante.
 Los ojos de Mr. Hoegaarden inmediatamente se posaron en otros que se perdían en la oscuridad que los rodeaba. La mandíbula y las manos le temblaban, como una hoja con el viento; ante esos ojos que eran un cielo nocturno y estrellado, cuya pupila se agrietaba en un rojo intenso. Aún en la oscuridad, los ojos se movieron de forma irregular hasta el desembarco de la escalera donde las sombras se congregaban en torno a esos ojos y al concluir, estallaron los vidrios de las ventanas permitiendo la entrada de luz lunar. Ésta reveló a una figura con mantas tan largas y negras como sus alas que con un movimiento de presentación crearon una lluvia de plumas oscuras. El hombre, mientras tanto, se arrastraba hacia atrás.
 La criatura abrió totalmente las alas, emitió una sonrisa burlona y se marchó a través la ventana del pasillo superior. Después de esto, la persona salió de la casa con temblorosa rapidez.
 El ambiente cambio por completo; el cielo era carmesí  y cada rincón cuya mano creadora habría sido humana lucía en perfecto estado pero el orden natural no, árboles y flores, se encontraban marchitos. Salvo por una única rosa azulada que flotaba en el medio del sendero empedrado frente a él.
 Al acercarse y tocarla su entorno cambió de nuevo, a un eterno blanco.  En ese instante, la flora desapareció de entre sus dedos. El hombre quedó inmóvil por unos minutos, de espaldas a mi punto de vista. Él volteó la mirada hacia mí, desafiante, cubría su rostro con una máscara de huesos y sus ojos eran un cielo nocturno y estrellado con la pupila agrietada de un blanco brillante, parecidos a los de aquella criatura que me había perseguido minutos atrás.

  El sujeto se me acercó demasiado y de forma apresurada, al poco tiempo me tenía los brazos apresados en sus manos. No pude contenerme. Lo derribé y, ya en el suelo, comencé a golpearlo en las sienes hasta que sus brazos no pudieron poner resistencia nunca más.  Al cuerpo inmóvil le quité la máscara. No podía ser cierto, era imposible. Era…yo, Sikasta Hoegaarden.

Cadena de locos

Juliana Castellana – Taller de escritura para jóvenes


Raúl Sánchez era un tipo flaco, alto y daba la impresión de –por su ropa y peinado- que era un empresario de aquellos ricos y respetados, pero sin embargo, algo no cuadraba en su imagen. Ese traje lucía viejo y deteriorado, y el pelo no era más que un par de peinadas hacia atrás y listo. Él era un vagabundo que seguía vivo en parte, gracias a la considerada gente que le decía buenos días (aunque no estuvieran muy seguros de lo que el recibía) le daban de desayunar, y algún que otro abrigo. Tantos años en la calle; sin embargo él, seguía. Con algún percance de locura, como aquella vez, que un auto se le acercó a preguntarle la calle en que estaban, y este respondió, alterado, que se retirara. Pero él, seguía. Sus caminatas lo mantenían activo, y la gente a salvo.
  En uno de aquellos “percances”, Raúl Sánchez ha sido enviado al manicomio equivocadamente; cuando no tenían que agarrarlo a él, sino al tipo que había salido corriendo, dejándolo en completa escena del crimen y con sus manos ensangrentadas.
  En aquella habitación oscura, se sentía muy solo; nada que ver a la comodidad de la calle y su gente. Allí había mucha compañía, aquí no. De vez en cuando salía, pero volvían a meterlo a los pocos minutos.

  Deseó con todas sus fuerzas volver a ser libre. Pero eso no bastaba. Decidió entonces, intentarlo. Intentar salir. Pero no le ha funcionado, y por más que siguiera insistiendo, seguían agarrándolo bruscamente, y con asco, tirarlo dentro de su pieza. Él pensó: “me volveré loco aquí dentro, como a mí me han vuelto loco sin que esa fuera la intención, aquí yo volveré loco a otra persona, sin que esa tampoco fuera mi intención”.

Mañana en la cárcel

Rodrigo Tapia – Taller de escritura


Desperté a la mañana temprano
Con las primeras luces del día
Desperté a la mañana temprano
Con las primeras luces del día
Estoy encerrado en esta cárcel
Entre cuatro fríos muros oscuros
Una escalera de vértigo a mis pies
Como un enjambre de voces
Una escalera de vértigo a mis pies
Como un enjambre de voces
Subo a través de ella
Pero no termino de salir

Una mañana en la cárcel
Envuelto en un loco abismo
Una mañana en la cárcel
Envuelto en un loco abismo
Una loca idea se me ocurre
Y vaga en la sucia habitación
Una mañana en la cárcel
Entre cuatro fríos muros oscuros
Desperté una mañana en la cárcel
Entre cuatro fríos muros oscuros
Desperté una mañana en la cárcel
Mañana en la cárcel

Mañana en la cárcel.

La búsqueda

Luciana San Cristóbal – Taller de escritura


Él es un vagabundo de aspecto típico: barba descuidada, ojeras, sucio, vestido con ropa que encontró en un centro de caridad, sus zapatos tienen agujeros, no tiene medias, el resto de su ropa tiene manchas de todo tipo. Vive en una plaza junto a su perro Guardián; juntos recorren la ciudad cada día y duermen en un banco al llegar la noche. A pesar de la vida que lleva, el vagabundo es feliz. Agradece cada día el poder disfrutar de los amaneceres y atardeceres, agradece la libertad que siente en la calle, poder hacer lo que le dé la gana,  y por sobre todas las cosas agradece no estar solo; su perro lo llena de alegría. Es su amigo, su compañero y  es quien lo cuida. Con él se siente seguro, y olvida toda posibilidad de peligro en la calle.
Una mañana se despierta, en el mismo banco de siempre, con el sol pegando sobre su rostro y forzándolo a abrir los ojos. Otro día comienza, ansía recorrer la ciudad, disfrutar de aquella hermosa mañana de verano junto a su mejor amigo, Guardián. Luego de incorporarse de su incómodo banco-cama echa un vistazo a su lado, donde siempre descansa su perro,  como un fiel compañero. Lo que ve lo impacta: Guardián no está allí, el lugar está vacío. Lo llama a gritos desesperados, esperando que solo se hubiera ido unos minutos a explorar la plaza, pero no, Guardián no se encuentra por ninguna parte. 
Recorre la plaza y los alrededores con la esperanza de encontrarlo pero no hay rastros de él. Se imagina lo peor. Puede haber sido secuestrado por una familia, o peor, otro vagabundo; puede haber sido atropellado por un auto (intenta bloquear esa imagen de su mente); podría haberse cansado de él e ido a recorrer nuevos lugares. Las posibilidades son infinitas. Sin embargo, la idea de abandono resultaba imposible: eran mejores amigos, Guardián nunca había mostrado ganas de irse incluso habiendo tenido oportunidades.
El vagabundo se sienta y piensa por un largo rato qué hacer y concluye que debería ir a buscarlo. En un panfleto que encuentra tirado en el suelo y con una lapicera que tenía guardada entre sus escasas pertenencias dibuja un bosquejo de la ciudad. Iría por partes: primero recorrería el centro, luego la zona norte, y así seguiría por toda la ciudad hasta dar con su amigo. Guarda todas sus cosas en su único bolso y emprende el viaje. Sigue su mapa con mucha atención. Va mirando cada rincón, cada negocio, cada casa, cada callejón. No lo ve por ninguna parte. Lo peor era que su perro no iba dejando rastros por cada lugar al que iba, por lo tanto no había un camino a seguir, más que recorrer toda la ciudad y esperar encontrarlo. Intenta sin éxito preguntarle a los transeúntes si habían visto a un pequeño perro color café con una bandana roja en el cuello, pero toda persona a la que se le acerca lo mira con asco y se aleja rápidamente sin siquiera escucharlo. Eso es parte de las desventajas de vivir en la calle.
El día se termina y la noche se acerca. Decide que buscar de noche sería más difícil que de día por lo que se vuelve a su plaza a descansar un poco. Continuaría con su búsqueda en la mañana. A pesar del cansancio, no puede pegar un ojo en toda la noche. Se siente solo. No tiene a nadie con quien hablar, nadie que lo escuche, nadie que lo cuide. Por primera vez se siente disgustado con su vida. No tiene sentido vivir las aventuras de la calle solo.
Se despierta después de dormir unas escasas 4 horas y parte otra vez. Se siente desanimado. Cree que está perdiendo el tiempo, que nunca encontrará a Guardián. Camina por horas y horas, recorre las plazas de la ciudad, las iglesias, los colegios, los teatros, los barrios; nada. Al mediodía ya está exhausto. Pero sigue. No desperdiciaría más tiempo, tenía que encontrarlo. Como es verano, el calor lo agobia. No hay ni un alma en la calle. Están todos en el frescor de sus casas, en sus piletas; su sensación de soledad se hace cada vez más grande. Otra desventaja de ser vagabundo: no hay refugio para el calor ni para el frío. Camina en zigzag, pasa por el mismo lugar dos veces, ya ni mira su mapa. En solo dos días su vida había cambiado.
Sigue caminando, solo por inercia, hasta que lo ve. En la cuadra al otro lado de la calle, en el frente de una casa, jugando con una niña. Ve como corre y salta. Lo ve feliz. Hay otro perro en la casa. Es perra. Juegan juntos. La niña ríe. Una lágrima cae por la mejilla del vagabundo pero no sabe si es de tristeza o felicidad. Nunca había visto a Guardián tan enérgico. Ahora que lo ve junto a otro perro nota su delgadez. ¿Es por culpa suya? La única respuesta que se le ocurre es sí. Él mismo está delgado. La vida que venían llevando ahora le resulta desagradable. El vagabundo piensa: ¿Si él pudo encontrar una vida mejor en tan poco tiempo, podré yo también?  Todo lo que había creído, la satisfacción que le daba vivir en la calle, le parece mentira. Quiere otra cosa, quiere otra vida, con una familia, un trabajo, felicidad, salud, la panza llena, sin frío que le llegue hasta los huesos, sin calor que lo haga sudar como nunca, ¿será posible?

Se da la media vuelta, tranquilo. Está feliz por Guardián. Ahora tendrá una familia que lo quiera y tendrá una cama y comida en su plato más de una vez al día, comida de verdad. Se va, planeando su nueva vida. Nunca es tarde para empezar desde cero. Se va, con nuevos ideales, pero nunca olvidará los buenos momentos con su amigo.

Juan Manuel Ardenghi – Taller de escritura

Un río

Un río
de cabezas,
piernas,
manos.

Banderas bajan
por las cintas
grises, agrietadas.

Desde el allá
al centro
por un rato
son el centro

Exceso

La cabeza estalla
el pecho arde
me arrastro para llegar
la puerta toca el cielo
me abrazo al blanco brillante
y por mi boca
todo se va

Espejo, ojo de vidrio
bocas en rojo
se secan se llenan
de ambar

restos

El árbol



Julieta Pujol – Taller de escritura


Inmerso en el infinito interminable,
un colchón de hierbas empieza a ser cielo,
destellos de colores resaltan sobre el verde:
rojo, amarillo, azul.

Un lago, donde habita mi reflejo
y el de las aves que vuelan a lo alto,
tajando el cielo con su canto mañanero.

Una luz blanca que me ciega, y se mete
por mis ojos, mis orejas, mi nariz, mi boca,
llenándome por completo. 

En el centro, el rey se yergue ante sus súbditos,
imponente, impenetrable, impecable,
firmemente con sus garras se sujeta al suelo,
para que nada ni nadie pueda nunca derrocarlo.
Su cabello verde baila en el viento,
haciéndole cosquillas a las nubes;
y su robusto cuerpo, fuerte e inquebrantable,
es la envidia de todos los arbustos de alrededor.
Nos mira a todos desde arriba,
ignorante ante el respeto que inspira,
como si supiera que el mundo le pertenece. 

La vida gira en torno
suyo el trono irrompible,
inmortal, inmutable.
Nosotros insignificantes
la vida se nos esconde

en un fugaz suspiro.

Taller de lectura: Claudia Piñeiro: Las viudas de los jueves (novela)

recomendado por: María Teresa Castangia

Los miércoles a las 18 nos reunimos con la profesora Magdalena y los compañeros, algunos de años anteriores y otros del presente ciclo. Juntos, leímos y analizamos diversos textos de autores nacionales y extranjeros; en cada encuentro intercambiamos opiniones y enriquecimos nuestros conocimientos.
Este año el tema central ha sido la casa, que si bien se la considera como sinónimo de hogar, no lo es. Cuando compramos, alquilamos o construimos una casa, no es un hogar.
De todas las obras leídas he elegido Las viudas de los jueves, una novela de Claudia Piñeiro.
Los maridos se reúnen la noche de los jueves, comparten una cena, sus comentarios, juegos de salón o deportes; de ahí el nombre de la novela, porque no participaban las esposas:

[...] Busqué algo que comer. Junté en un plato algunas sobras del día anterior, las calenté en el microondas y las llevé a la mesa. No puse mantel apenas un individual de rafia de aquellos que había traído hacía un par de años de Brasil, de las últimas vacaciones que pasamos los tres juntos. En familia. Me senté frente a la ventana, no era mi lugar habitual en la mesa, pero me gustaba comer mirando el jardín cuando estaba sola. Ronie esa noche, la noche en cuestión, cenaba en la casa del Tano Scaglia. Como todos los jueves. Aunque ese jueves fuera distinto. Un jueves de septiembre de 2001. Veintisiete de septiembre de 2001. Ese jueves, todavía seguíamos espantados por la caída de las Torres Gemelas, y abríamos las cartas con guantes de goma por temor a encontrarnos con un polvo blanco.

La novela describe cómo viven las familias dentro de un barrio cerrado y pone de manifiesto las diferencias de clase, de género, las miserias humanas y los prejuicios que ese mundo en apariencia perfecto no logra disimular:

[...] Ya hacía unos años había aceptado que no podíamos pagar más personal doméstico de jornada completa, y sólo venía una mujer dos veces por semana a hacer el trabajo grueso. Desde entonces aprendí a ensuciar lo mínimo posible, aprendí a no arrugarme, a casi no desarmar la cama. No por la carga de la tarea en sí misma, sino porque lavar los platos, hacer las camas o planchar la ropa me recordaban lo que alguna vez había tenido, y ya no tenía más.

[...] en mi mesa de luz tenía un atado nuevo, lo abrí, saqué un cigarrillo, lo prendí y bajé la escalera dispuesta a salir. En ese momento entró Ronie, y mis planes cambiaron. Esa noche todo fue distinto de lo planeado. Ronie fue directo al bar. "Qué raro tan temprano...", le dije al pie de la escalera. "Sí", dijo él y subió con un vaso y la botella de whisky. Esperé un momento, parada ahí, y luego lo seguí. Pasé por nuestro dormitorio, pero no estaba. Tampoco en el baño. Había ido a la terraza y se había instalado ahí, en una reposera, dispuesto a beber. Me acerqué una silla, me senté junto a él, y esperé mirando en la misma dirección, callada.
Quería que me contara algo. Nada importante, ni divertido, ni siquiera necesitaba que me dijera algo con sentido, sólo que me hablara, que hiciera la parte que le correspondía en esa charla mínima en la que se habían convertido nuestras conversaciones con el paso del tiempo. Un pacto tácito de frases hechas encadenadas, palabras que iban llenando el silencio, con el propósito de ni siquiera tener que hablar del silencio. Palabras huecas, caparazones de palabras. Cuando me quejaba, Ronie argumentaba que hablábamos poco porque pasábamos demasiado tiempo juntos, que no podía haber mucho que contar si no nos separábamos durante buena parte del día. Y eso era así desde que Ronie se había quedado sin trabajo seis años atrás, y no había vuelto a tener otra ocupación, a excepción de un par de proyectos que nunca terminaban de concretarse. A mí no me importaba tanto descubrir por qué la relación se había ido descascarando de palabras, sino por qué yo recién me di cuenta cuando el silencio se había instalado en la casa, como un pariente lejano al que no queda más remedio que hospedar y atender. Y por qué no me dolía. Tal vez porque el dolor fue ganando su lugar de a poco, en silencio. Igual que el silencio. "Me voy a buscar un vaso", dije. "Trae hielo, Virginia", me gritó Ronie cuando ya había salido.

A lo largo de la novela –y especialmente en el final– sus integrantes, de clase acomodada pero en un contexto de crisis general, se esfuerzan por mantener las apariencias y un estilo de vida que ignora cómo vive la gente fuera de esos muros. La autora describe en forma aguda la psicología de los personajes, indiferentes a todo lo que está fuera de su círculo: Altos de la Cascada.


A lo largo del año analizamos narraciones de diversos autores, desde Silvina Ocampo, Alejo Carpentier, Edgar Alan Poe, Bram Stocker, Ernesto Sabato, Julio Cortázar, Manuel Mujica Lainez, Jorge Luis Borges. De todos adquirimos conocimientos, enriquecimos nuestro lenguaje y logramos una mayor cultura. Y a través de sus textos vimos por qué una casa no es un hogar: porque es el hombre con sus vivencias, anhelos, sueños y afectos, quien le da la categoría de hogar.

Por todo ello, siento que el Taller de Lectura me ha nutrido, además de establecer una sana camaradería y un intercambio de ideas sumamente valioso. 

Taller de lectura: Roberto Fontanarrosa: “Los trenes matan a los autos” y “Bebina, soy Alicia” (cuentos)

recomendados por: Gabriela Meriggi

El Taller de Lectura es un espacio maravilloso para recorrer el mundo a través de la palabra. En este ámbito la imaginación se vuelve fructífera y desfilan títulos, escritores, personajes, contextos y las historias de los participantes y ajenos, como la del padre de María Teresa, veterano de la Primera Guerra Mundial, que ella nos relató en un emocionante cuento.

Roberto Fontanarrosa ingresó al Taller como una curiosidad y se lució con su libro de cuentos Los trenes matan a los autos, desde el título hasta su forma divertida, seria, coloquial o descabellada de abordar diferentes temas.
Por ejemplo, el cuento que da título al libro presenta la disputa entre dos modelos de mundo y de sociedad a través de la batalla entre vehículos que adquieren voluntad propia:

Llegó un momento en que la lucha entre los trenes y los autos tomó ribetes desesperados. Todos creyeron, un poco ingenuamente, que aquel tímido Citroen, aplastado sin piedad por el Expreso del Norte en las postrimerías de marzo, había sido tan sólo un accidente. Un lamentable accidente como lo había catalogado la prensa. Pero ya en junio, la víctima fue un ampuloso Dodge Polara que, destrozado, despedazado e inútil cayó al costado de la vía del Trueno de Plata. Hubo quienes, incluso, ignorantes de la realidad o simplemente poco advertidos, celebraron el sacrificio del Dodge, contentos ante la oscura suerte de coche tan orgulloso y pedante. Pero lo que desencadenó todo, lo que despertó violentamente el rechazo popular y los ataques virulentos de la prensa fue el suceso de Recalada. Un pequeño e indefenso "ratón alemán" fue vandálicamente atropellado y reducido a chatarra por el fatídico Expreso del Norte.

En el cuento "Bebina, soy Alicia" Fontanarrosa nos presenta a Alicia, una señora recientemente fallecida, que le cuenta a su hermana lo que va observando durante su lento ascenso al Cielo. El relato de Alicia, mujer culta y refinada según su humilde opinión, es también una crítica al mundo que deja y de su imaginación de lo que es el Paraíso merecido, con la expectativa de encontrarse con personajes admirados hasta llegar al mismísimo San Pedro:

[...] ¡He llegado, Bebina! Hay una música, celestial, por supuesto. Todo es etéreo. Una fuerza me atrapa por la cintura con la firmeza de las manos de un jinete, tal vez ese mismo con el cual cabalgábamos en "La Rinconada". No es un empuje compulsivo, es una invitación. Navego, nao deslumbrada, entre desfiladeros de nubes. Al fondo veo un noble anciano sentado frente a una mesa. Reconozco en él a San Pedro. ¡Lo he visto mil veces en las estampitas! A sus espaldas, enorme, una puerta de dos hojas de madera labrada. Un trabajo de milenios con relieves fabulosos. Una cosa eterna, no como las puertas que se hacen ahora, enchapadas. Un detalle que muestra la elección de un espíritu refinado. Una puerta que no es para todos, Bebina. No es para todos.
San Pedro eleva sus ojos profundos hacia mí y, ahora, sonríe. Sin duda, lo han alertado de mi arribo. Gabriela, seguramente. Toma un papel, un formulario, y adivino en sus gestos cuidadosos el final de mi roce con seres menores, la culminación del terreno martirologio de alternar con mediocres, vulgares y procaces.
Ahora alza la vista y me dice:
—¿Trabajas o estudiás, flaquita?



Lo descabellado y fascinante de este cuento, la apertura de Magdalena a recibir propuestas, la descontracturada participación de los alumnos y los mates de Melina son ingredientes perfectos para desear y necesitar estar en el Pasaje Dardo Rocha todos los miércoles a las 18. 

Taller de lectura: Silvina Ocampo: “Las dos casas de Olivos” (cuento)

recomendado por: Silvia Suárez

Los textos leidos y comentados en el taller tuvieron como eje principal la imagen de la casa y nos permitieron recorrer desde distintos puntos de vista este tema cotidiano. Esto derivó en reflexiones sobre los seres humanos y su relación la vida, el tiempo, la sociedad, las costumbres, la muerte, el horror, la religión, los valores morales, estéticos y la historia de las ciudades. Así comprobamos que su sentido iba más allá de un edificio o de una arquitectura.
Me fue difícil seleccionar un único texto para esta entrega pero opté por “Las dos casas de Olivos”, de Silvina Ocampo. ¿Por qué? Porque es la historia de dos niñas ingenuas, que vienen de mundos opuestos y añoran, cada una a su manera, la vida de la otra:

En las barrancas de Olivos había una casa muy grande de tres pisos, en donde no vivían más que cinco personas: el dueño de casa, su hija de diez años, una niñera, una cocinera, y un mucamo (sin contar el jardinero que vivía en el fondo de la quinta). Había cuartos inhabilitados, enormes cuartos con persianas siempre cerradas de humedad, cuartos llenos de miniaturas de antepasados y cuadros ovalados en las paredes. El jardín era espacioso con árboles altísimos. Sólo una cosa preocupaba al dueño de casa y era la improbabilidad de conseguir frambuesas; en ese jardín crecían flores, árboles frutales, había hasta frutillas, pero las frambuesas no podían conseguirse.
En el bajo de las barrancas de Olivos, en una casita de lata de una sola pieza vivían cuatro personas: el dueño de casa y sus tres nietas; la mayor tenía diez años y cocinaba siempre que hubiera alguna cosa para cocinar.
Y sucedió que esas dos chicas se hicieron amigas a través de la reja que rodeaba el jardín. "Mi casa es fea", dijo una. "tiene diez cuartos en donde no se puede nunca entrar; el jardín no tiene frambuesas y por esa razón mi padre está siempre enojado." "Mi casa es fea", dijo la otra. "Es toda de latas, en la orilla del río, donde suben las mareas; en invierno hacemos fogatas para no tener tanto frío." "¡Qué lindo!" contestó la otra. "En casa no me dejan encender la chimenea." Y cada una se fue soñando con la casa de la otra.

Entre esas dos niñas, llenas de grandes ilusiones y fantasías, de ideales y sentimientos puros, destaca la amistad como eje central de la trama y el punto que les permite trasmitirse sus personalidades. Y los consiguen desde el afecto, la ilusión y la alegría, con esa ingenuidad asombrosa:

Al día siguiente volvieron a encontrarse en el cerco y era extraño ver que esas dos chicas se iban pareciendo cada vez más; los ojos eran idénticos, el cabello era del mismo color; se midieron la altura en los alambres del cerco y eran de la misma altura, pero había solamente dos cosas distintas en ellas: los pies y las manos. La chica de la casa grande se quitó las medias y los zapatos; tenía los pies más blancos y más chiquitos que su compañera; sus manos eran también más blancas y más lisas. Tuvo las manos durante varios días en palanganas de agua y lavandina, lavando pañuelos, hasta que se le pusieron rojas y paspadas; caminó varios días descalza haciendo equilibrio sobre las piedras; ya nada las diferenciaba, ni siquiera el deseo que tenían de cambiar de casa. Hasta que un día, a escondidas en el ombú del cerco que servía de puente, se cambiaron la ropa y los nombres. Una chica le dio a la otra sus pies descalzos, y la otra le dio los zapatos. Una chica le dio a la otra sus guantes de hilo blanco y la otra le dio sus manos raspadas... ¡Pero se olvidaron de cambiar de Ángeles Guardianes!

Lo que también me agradó fueron las descripciones del contexto, llenas de elementos reales pero también imágenes con algo de magia: el ombú en la medianera, las frambuesas del jardín, los zapatos, los guantes y otros objetos reales como el puente, el otoño; junto a ellos la descripción del cielo, el caballo blanco, las hamacas contra el viento, las tormentas, los rayos y la lluvia. Las imágenes visuales tan fuertes: "lastimaduras de relámpagos", "incisiones de fuegos", "relinchos de crines deshilachadas", "tendidos en el suelo negro", "el cielo era un gran cuarto azul sembrado de frambuesas".
Todo esto deja en el lector una sensación de gran profundidad y paz.


Concluimos el 2016 con la satisfacción de haber participado de un curso de lectura en el Pasaje Dardo Rocha donde además de cultivar gratos momentos de amistad y de cordial convivencia de un grupo muy heterogéneo de personas, aprendimos a escuchar y valorar a una querida profesora.

El grupo se nutrió con el desafío de cada nueva lectura, cada uno participó de juegos de significados del presente y del pasado dándole diferentes sentidos a las diversas escenas.

Taller de lectura: Juan José Saer: “La tardecita” (cuento)

recomendado por: Nora Sánchez (*)


Ya próximos a finalizar el curso, este cuento me hizo sentir trasladada a mi querido pueblo natal. Como señala el narrador, mientras el protagonista lee un libro de Petrarca: “Desde cualquier punto próximo o remoto del tiempo o del espacio, lo escrito llega para avivar la llamita de algo que, sin el saberlo tal vez, ardía ya en el lector".
La manera en que describe sus recuerdos de infancia despierta la llamita de mis vivencias pasadas, las travesuras con mis amigos, la descripción de los caminos de tierra y los campos de cereales:

[...] En el otoño ya avanzado, los campos de maíz parecían ruinas, con los tallos quebrados y grisáceos y las hojas color beige desgreñadas, resecas y colgantes, sugiriendo un ejército innumerable y fijo, aniquilado en una batalla reciente y del que hubiese vuelto a este mundo la muchedumbre de espectros, retomando el hábito de alinearse en orden para formar una teoría de almas en pena muda y amenazante. En un campo cercano, un rebaño de vacas negras había dejado de pastar, y los animales, orientados todos en sentido opuesto a la caída del sol, la cabeza un poco levantada como si estuviesen tratando de captar una señal remota, completamente inmóviles, todos en la misma actitud como si se tratase de la misma imagen plana reproducida cuarenta o cincuenta veces, le sugerían a Barco, en el momento en que estaba recordándolas, esas manadas que aparecen en las pinturas rupestres, más misteriosas por la extraña vida interior que emana de los animales que por las intenciones de los hombres fugitivos que los dibujaron en la piedra. [...]

El temor a la caída del sol y el advenimiento de la noche oscura y silenciosa. El disfrute de llegar por fin al pueblo, ese lugar cálido y conocido:

Al bajar del colectivo, habían esperado en el cruce una media hora sin que pasase un solo auto, y como se acercaba la noche, habían decidido empezar a caminar por el borde del camino de tierra, y a medida que se alejaban del asfalto la llanura se iba volviendo más desierta y más silenciosa. Como avanzaban hacia el oeste, en el fondo del camino recto y grisáceo, el disco rojo del sol, enorme y llameante, flotando no lejos del horizonte, parecía estar esperándolos con la intención de impedirles seguir adelante. Había llovido mucho la víspera, y el camino era un magma barroso en muchos trechos, donde algún vehículo, tirado a motor o a sangre, se había atrevido a pasar, formando huellas profundas de las que únicamente los bordes rugosos se habían resecado un poco. El estado en que había quedado el camino después de la lluvia explicaba la ausencia inusual de coches, aunque en aquella época los autos y los camiones no eran demasiado frecuentes en el campo, y de todas maneras la situación en la que se encontraban había sido prevista por sus padres, ya que la madre había querido oponerse a que viajaran esa tarde, argumentando justamente que había llovido y que la noche podía sorprenderlos en el camino, pero el padre, que tenía cierta predilección por su hermano mayor (o por lo menos Barco así se lo imaginaba en aquel entonces y seguía imaginándoselo en la actualidad, aunque su padre había muerto hacía treinta años y su hermano el año anterior), había dicho que gracias a la prudencia y al sentido de responsabilidad de su hermano no iba a sucederles nada malo (de todos modos, en ese punto o en cualquier otro, bastaba que su madre tuviese una opinión para que su padre formulase exactamente la contraria, y lo mismo sucedía, pero al revés, cuando era su padre el que argumentaba en primer término).


El regreso al pueblo y el recuerdo, tan cálidos como este grupo que se generó alrededor de su profesora Magdalena, al cual con alegría concurrimos cada miércoles. 

Paula von Wernich / Taller de poesía

Adentro

En el salón de la facultad
No entra ni un alfiler.

De fondo se escucha
Una voz en un micrófono.

Un grupo de jóvenes
Conversa en alta voz.

Entre ellos,
Una joven calla.

En su interior,
Un alma muere.


Purmavida

I
Pequeñas calles artesanales
como ilustradas por un Dios
hippie y pacifista.
Calles y paredes cargadas
de adoquines
de energía
de positividad imperativa.
Merada por la altura
busco entre puestos y montañas
algún signo de modernidad.
Un hombre
se me aproxima:
no sabe usar su cámara.
Ni un edificio, ni un celular.
Nada
Todos queremos congelar
esa magia.
Pero la foto se borra,
el sentimiento no.

II
Siempre las mismas calles,
silencio y pobreza.
Solo hablamos con turistas
para ganarnos la vida.
Quedan fascinados en esta ida
por el momento y la alegría.
Pero no, ellos no viven acá.
No sufren el permanente mareo,
la falsa felicidad.
Vivimos atrasados,
con aguayos como piel.
Tanta pobreza me ciega,
tanta rutina me congela.

III
Pequeñas calles marcadas
por el paso del ‘tiempo’
por la gran humanidad.
Una pared dice:
“Dios vive”
¿Será cierto?


Guadalupe luna

I
Soy une mujer desde el núcleo hasta los poros,
carezco de edad ya que
el tiempo no puede ser medido
Soy tanto astronauta como novelista
porque vivo entre infinitas estrellas con piernas y mentes y
porque escribo como loca sin parar
en el aire, en papel, en mi piel.
Limito mi existencia con algunas definiciones:
feminista, optimista, en busca de una religión,
nadadora de mares e inventora de palabras.
Trabajo de profesora de literatura y de aprendiz de mis alumnos
creo que aprendo más de ellos que ellos de mi ,
es por eso que ando por la vida
buscando una respuesta.


II

Vivo al sur de un país del fin del mundo,
donde estaríamos todos locos,
no utilizamos esas mini prisiones llamadas “celulares”,
nos miramos a la cara cuando hablamos,
comemos todos juntos en el mismo pasto,
nos amamos: amándonos y odiándonos de a ratos (que es otra forma de amar),
fumamos de luna en luna,
nacemos de nuevo cada vez que el sol
se levanta: esa es nuestra ideología
por eso mi madre se cambia de nombre a cada sol:
Juana, Estrella, Miranda, Angélica…
Porque a cada rato es una persona diferente.
Yo mantengo mi nombre porque este define
 mi cuerpo en esta vida y además lo eligió mi querido padre a quien llamo
 Zeus (me gustan los apodos míticos) y a quien tanto quiero.
Solía ser pintor, hasta que el universo le encargó otro cuerpo.
Ahora solo es recuerdo.


     

La garganta traga
Un barco navega
y cae Benjamín
Dentro de sí mismo:
Un avismo
Navega through the organs
Hasta llegar al cœur,
Se mete ahí dentro.
And no,
Me contó que no,
No hay carne, ni venas, ni blood.
Hay paz.
The silence
y el universo
Consumen ese
Pequeño-infinito espacio:
Une chambre bleue
Vacía mas
La vio ahí en paz:
“I´m Soul”
Le dijo.
Elle a été magique.
Salió de allí,
Then, he closed the
(je) dors, or not?
Nunca volvió

A mirar tan profundo.