26/12/2015

El río

Ninoska Laya Pereira (Caracas, 1970) es abogada, especialista en Derechos humanos y poeta. A principios de 1997 tomó contacto con la Comunidad Piaroa en el Estado de Amazonas, Venezuela. Su poemario "Los armomas dulces", que refleja esa experiencia, fue ganador de la VIII Edición del Concurso Monte Ávila Editores Latinoamericana.



Si del viaje hacia adentro se trata,
lo mejor para la claridad
es viajar por río.

Porque puede ocurrir
que venga Jairo en su lancha,
y sin palabras,
en la soledad más absoluta,
te lleve en tres horas,
Alto Orinoco arriba
hacia Macava.

Entonces, cuando quieras
recordar el lugar
en donde conociste la felicidad,
solo encuentres
el silencio del agua,
el tránsito del sol
y del viento en tu rostro.

Si es la lluvia la que golpea,
-solo en invierno se puede navegar
por el caño hacia Guanay-
se tiene la certeza que en la casa
de Vicente, el de la risa,
está el fuego de la cocina,
que seca todas las heridas húmedas.

Y tal vez todavía llueva
cuando se tenga que emprender de nuevo
el viaje: pero hay hogar en todas las orillas.

O cuando los pies están heridos
y no puedes bajar de la curiara
porque duele mucho,
la más anciana del grupo
revisa la llaga, la cura, la consiente,
y ordena "no se deje sola a la muchacha,
está lejos de su casa".

No hay manera de describir un viaje por río.

Se trata de detener el instante,
y contar a los que nunca han estado,
por necesidad o por miedo: el reflejo
es el agua que está quieta; es verano
hace mucho calor, estoy amando.

Pero ese lugar de las aguas
se queda adentro, detrás de todos los lugares,
a los que no se abandonan.
Entonces el destino no importa.

A mí me ha tocado el río.

Selección de poemas de Marcelo Eguiguren

Marcelo Eguiguren es ganador del concurso internacional de la Revista Pasajes (2010) y del concurso de poesía organizado por FATSA (2014) entre otros.


boyero eléctrico

boyero (De buey). 1. m. Hombre que guarda los bueyes o los conduce.

Barrera de contención
basada en el efecto psicológico
que produce sobre ciertos seres vivos
una descarga eléctrica
Consiste en un alambre tensado entre estacas
aislado en los soportes, conectado
a una fuente de energía
Pulsos de corta duración
y alto voltaje
De esta manera el animal
se educa en el recuerdo del dolor,
la conveniencia de mantenerse
dentro de los límites establecidos


hamsters

Con instintiva esperanza
y dos pares de incisivos
pretende limar, frenético
prueba en gesto ancestral
desgastar uno a uno
los barrotes de su cárcel
resisten los embates y el
porfiado animalito
no comprende
ni consigue tampoco
trascender los límites
mi domesticado cerebro:
una lógica perfecta
su realidad acotada
no explican esa
búsqueda incesante
ese perdurable anhelo
de aquello que no
se ha conocido


adecuación de los árboles

Recortados sus deseos
por cuestiones razonables, fundadas
en el resguardo del bien común
y las necesidades de los otros,
parecerían resignados
a adoptar la forma
que permitan las circunstancias

Selección de poemas de "Bajo un mismo cielo" de Amanda Mandarano (ganadora del VII Concurso Internacional Hespérides)

"el cielo baja y flota sobre las cosas" Juan L. Ortíz


personas, cosas
cruzan por calles
repletas de imágenes
que no tienen voces,
sin embargo mudas
hablan deslumbrantes
hacia nosotros


el sol se colaba entre las pajas.
sentada al borde del catre
lo miraba descansar,
era el único momento
en que el herrero parecía débil.
como decirle que sentía miedo
de perder la paz que vivíamos
cuando el rumbo era ése:
cuidar la buena memoria de los días


aquel atardecer llegó rojo.
abrió el viento puertas
ventanas, y cuervos y lechuzas
tomaron nuestra casa, mientras
volaban cortinas de felicidad,
puntillas adornaban tu cuerpo,
papá sin sentido


el rancho estaba sucio, anciano
y triste pero aún persiste
su naturaleza. dulce glicina
de lilas su cuerpo envuelve
sostenido en el calor del adobe

21/12/2015

El experimento (Cuento ganador de la etapa municipal de los JuegosBA 2015)

Por Nicolás Ricciardi


Desde chico me gustaron las cosas que vuelan, el espacio, etc.
Ahora voy a despegar una nave espacial.
Estoy nervioso, muy nervioso.
Escucho los números de despegue como en una película:
—5—4—3—2—1—¡Despegue!
—Se me aplasta… el cuerpo… como si un elefante… estuviera arriba mío… siento que mi cabeza… va a reventar… —digo eso y pierdo el conocimiento.
AÑOS DESPUÉS:
—Modo hibernación desactivado.
—Modo hibernación desactivado.
—Modo hibernación desactivado.
—Modo hibernación desactivado.
—Modo hibernación desactivado.
—Modo hibernación desactivado.
—Modo hibernación desactivado –escucho que la máquina dice eso y me despieto.
—Modo hibernación desactivado –la odio, no se calla nunca.
—Modo hibernación desactivado –vuelve a decir.
—Modo hibernación desactivado –lo repite.
—Modo hibern…
—¡¡¡YA ENTENDÍ, ya estoy despierto!!! –digo eso porque estoy harto.
Nos aproximamos a Yaka, Señor.
—Ok. Mostrar velocidad.
Velocidad: 1.000.000 km. Por segundo –la nave espacial que tengo, es una hipernave.
—Bien, ahora bajar velocidad a 10.000 km. Por minuto, después cuando estemos a 100.000 km. Del planeta, avísame y bajá velocidad a 1.000 km. Por hora.
Procesando… procesado. Es hora de cenar, en la Tierra ya son las 10 hs. PM.
—Y en Yaka, ¿qué hora es?
—Son las 5 hs. AM, Señor.
—Bueno, mejor ceno ahora, en vez de esperar al desayuno. Prepara la cena mientras voy al baño.
Cuando salgo del baño la máquina me dice que la cena está lista, y cuando ya casi termino de cenar, me avisa de que ya estamos a 100.000 km. De Yaka y que va a bajar la velocidad. Le digo que bueno y termino de cenar rápidamente.
Estamos a 10.000 km. de Yaka.
—Ok, me voy a dormir un rato, decime cuando estemos a 100 km. –le digo.
Me voy a acostar. Después de 2 hs. me despierta y dice que ya estamos a 100 km. de Yaka.
Le digo que gire la nave para aterrizar.
Tres minutos después aterrizamos sin ningún problema. Cuando bajo de la nave espacial me encuentro con que el planeta está desierto, no hay ni un alma, ninguna planta, ni forma de vida.
Camino sin entender nada, las fotos que me habían mostrado en la Tierra no eran así, y ahora pienso que estamos en un planeta equivocado, que la máquina se equivocó de rumbo.
Enojado, corro a los mandos, y empiezo a manejar la nave manualmente, le digo a la máquina lo que pienso que pasó, y la máquina me dice que no, que fue a las coordenadas que le ordenaron.
—Entonces, contactá a la tierra –le digo.
Contactando… contactando… contactando… Perdón, pero se cortó la señal.
—¡Contáctalos de nuevo!
Contactando… Contactando… Contactando… Haciendo contacto.
—Pasame el micrófono, prendé los parlantes y la cámara de video.
Procesando… Procesando… Procesando… Procesado, aquí tiene, Señor.
Me pasa el micrófono y prende la cámara de video. En la cámara no se ve nada y le pregunto qué pasa que no se ve en la pantalla a las personas de la Tierra.
Señor, nos cortaron. Siento en el escáner que algo se aproxima. Son 2 cosas… no, son 8… Se aproxiaman a 1.000.000 km. por segundo.

Ahora confío más en la máquina que en los humanos, porque sé lo que son esas cosas y que voy a morir, pero una pizca de esperanza me hace correr hacia los mandos, despegar la nave y decirle a la máquina que ponga los motores a la máxima potencia.
Pero, los motores se fundirán, no puedo hacer eso, Señor, se quedará en la nada para siempre…
—¡¡Hacelo ahora!!
La máquina lo hace. De pronto, me pego al piso con una fuerza, que me hace acordar a mi primer despegue, solo que en vez de un elefante son como cien elefantes, entonces me desmayo.
Ahora me estoy despertando y tengo frío pero escucho que la máquina me dice algo… y lo repite… y lo repite pero ahora no estoy enojado con ella.
Estoy intentando escuchar lo que me dice pero no puedo, supongo que mi falta de escucha es por el despegue y será temporal.
Aunque no pueda escucharlo parecería que me está intentando decir algo importante, algo que yo tendría que escuchar…
Hago el mayor esfuerzo para escuchar lo que intenta decirme, pero  no lo logro.
Ahora me doy cuenta de que tengo los ojos cerrados, si no escucho por lo menos quiero ver qué pasa. Abro los ojos y lo único que veo es oscuridad, fuerzo la vista para intentar ver algo. Lo único que logro ver son unos puntitos azules o blancos, ahora que lo noto, veo que están por todas partes.
No entiendo nada. Logro, por lo menos, suponer que estoy vivo y que hay oxígeno, porque puedo respirar y ver, pero no escuchar ni moverme.
De pronto todo se vuelve luz. Escucho como una puerta que se abre y pasos. Estoy muy asustado y empiezo a gritar, sigo sin entender nada.
Ahora no sé qué hacer. Mientras escucho que los pasos se acercan, lo único que pienso es en gritar y en sacudirme porque estoy enredado en cables y tirado en el piso. Me levanto con el mayor esfuerzo posible.
Cuando logro pararme hay muchas personas viniendo hacia mí aplaudiéndome y felicitándome, me ayudan a caminar por el pasillo hacia el lugar en donde ellos estaban y dicen que descanse porque mañana me van a explicar todo.
—Ya son las 5 hs. PM, Señor, se debería levantar y comer algo –me dicen y me mueven.
—Hoy es el día en que le explicaremos todo –entonces, al escuchar eso me levanto.
Lo primero que me dicen es que era un experimento y que salió exitosamente. Ese experimento era para reales futuros viajes. Necesitaban saber qué tipo de personas, de qué edades, con qué cualidades y con qué estado físico serían las candidatas que pudieran afrontar esos futuros viajes. Ya habían probado con otras personas, pero el mejor resultado fue el mío.
—Pero la pregunta ahora es, ¿usted quiere ser el primero en viajar en la realidad, al espacio exterior?

Le contesto que sí y no veo la hora en que comience a entrenar nuevamente.
¡Por fin voy a cumplir mi gran sueño!

Tras la esquina - Por Susana Irene Astellanos

“Sin embargo, a la vuelta de la esquina se puede esperar un nuevo camino o una puerta secreta”

John Ronald Reuel Tolkien

Inmersa en la serenidad y con la vista en el oeste rojizo, Silvia observa ese amplio espacio abierto para ella. Así lo percibe, lo siente, lo saborea como propio; y no se engaña. Un llano aromático al que sólo un abandonado tala, o tal vez una bestia ocasional, le modifica la horizontal sin quitarle la armonía, la deliciosa paz. Allí, de ese modo, es donde la recuerda, y sonríe: Dayci.
Sentada en la mecedora le parece que se ha transportado a otro tiempo, al ambiente rural del siglo XIX. Ve crecer la imagen de su hombre montado en el moro, pañuelo al cuello y con una tozuda boina calzada muy profundo para no perderla al galopar. Pero esa dorada postal, romántica y hasta cursi, se desvanece cuando él desmonta y, luego de besarla, le pregunta algo como, qué tal le parece el andar de la nueva chata, o si ese día la parabólica capta bien la señal de televisión. Suspira, lo acaricia y entran abrazados a la antigua aunque remozada casona. Mientras toman mate, escucha con atención lo que su esposo le comenta de ese día y, entre otras cosas, le recuerda que se acerca el festival de doma y folklore. Silvia se permite un segundo de dispersión, en medio de la charla, para agradecer por la dicha y el bienestar del que goza hoy. Parte de esa felicidad es aquella mujer; esa a quien en un anochecer e inexplicablemente le dijo cómo se llamaba, y que hoy es su mejor amiga.
En la actualidad ambas son parte del principal cuerpo de baile folklórico de Las Flores. El esposo de Silvia no es de la partida; Julián prefiere lucirse en las jineteadas a pesar del riesgo: más de un muerto se han llevado dichas pruebas de destreza y maltrato animal. Esa mezcla de rudeza y galanteo, de música y sabores, de palabras simples e instruida sintaxis vestida con nazarenas y monedas de plata fina son un atractivo que siempre sorprende a la dueña de la estancia “La Nueva”. Y por este hecho, también, debía agradecerle a esa mujer.

Ella había logrado convencerla. Esa a quien conoció de forma abrupta, de la que pensó era una pobre mina; y suponiendo que no volvería, la olvidó. Sin embargo, sin un motivo racional, al menos para Silvia, lo hizo; retornó una y otra vez, a esa calle, a esa esquina, y pudo con el tiempo persuadirla. Un café y un tostado, una charla, una cena, un consejo; siempre cosas que Silvia disfrutaba. Mientras tanto, intentaba adivinar qué había detrás de ese ofrecimiento amistoso. Desconfiaba; el ambiente al cual pertenecía la obligaba a estar siempre alerta. Hasta que se distendió. Creyó vislumbrar un mundo, el de esa otra mujer tan diferente a ella, donde no todo, quizás, se hacía a cambio de algo sórdido o por el simple e indispensable dinero. Por fin su nueva amiga la convenció. La convenció de que probara cosas diferentes, cosas impensadas hasta entonces. Se sentía ridícula en esos zapatos, luciendo esas faldas y ese peinado. No era ella al mirarse en el espejo; a pesar de todo, siguió avanzando. Y aunque Dayci aún la reclamaba, Silvia continuó de la mano de aquella mujer que no la dejaba decaer, quien no permitió que abandonara ese nuevo camino que la llevó, sin siquiera proponérselo, hacia un futuro que cambió no sólo su destino. Le había costado mucho aprender los primeros movimientos cadenciosos y recatados de la zamba y del gato. Ella los exageraba o los escatimaba, fue un esfuerzo constante; en esos momentos también había pensado en Dayci. Luego esa música, que le había resultado extraña y hasta aburrida, la fascinó. Pisaba una tierra nueva; ensayaba junto a personas desconocidas una forma de existir muy diferente, empujada por su amiga, presente en todo momento para ayudarla. Había dado, sin saberlo, el primer paso hacia Julián.
Él no era un santo, tampoco venturoso; aunque sí pertenecía a ese entorno básico y agreste donde, no siempre, todo es límpido como el aire. La muerte se había fanatizado con los suyos, desde el padre hasta el hijo, y ese estado de permanente luto no lo había aconsejado bien; las pérdidas también fueron financieras. El juego, perfumado con demasiado alcohol, le había parecido la única alternativa factible para seguir. La adrenalina que le inundaba el cuerpo al caminar por los límites; al asomarse a los abismos, al estar siempre a punto de caer; fue una mentirosa que le vendía una sensación de vida. Incluso el arriesgarse cada vez más sobre los potros indomables, algo que había sido considerado por los demás como una muestra de coraje, era en realidad sólo una opción diferente a una pistola en la sien. Sin familia, alejado de los amigos y con sus posesiones pasando a manos de tahúres, él también estaba desapareciendo.
En ese punto estaban ambos, Silvia y Julián, cuando coincidieron; ninguno estaba en situación de juzgar al otro. Él advirtió algo peculiar en la mirada que esa joven le dirigió; ella reconocía de lejos a un perdedor. A pesar de ello, o quizás por ello, la atracción fue instantánea y fructificó.

... la deliciosa paz. Allí, de ese modo la recuerda, y sonríe: Dayci. En aquel anochecer citadino y acosado por los bocinazos, al girar con rapidez en aquella esquina:

 “¡Eh! Flaca, pará, casi me rompes toda, ¿tenés un pucho?” Silvia podía remedar, todavía, ese tono. La interlocutora, asustada, se había apurado a decir que lo sentía, que ella no fumaba. Entonces Dayci arremetió con otro pedido: “Y…  ¿Un chicle?, para la ansiedad, ¿viste?” Por respuesta, una nueva negativa y, de inmediato, la excusa: se le hacía tarde, debía irse. “¿A dónde?” Insistió la joven dispuesta a obtener algo, aunque más no sea la incomodidad de esa mujer; y lo que ésta respondió la hizo reír a carcajadas: “¡¿Folklore, a bailar folklore?! No, en serio, ¿unos pesos, tenés unos pesos? Todavía no empecé a laburar hoy, ando corta de guita, ¿viste?” Silvia se abochorna al recordar el billete de cincuenta pesos. Dayci, con no poco asombro, se había apurado a tomarlos, para luego, y mirando a su benefactora de reojo, preguntar: “¿Si te apuraba con un fierro, cuánto me dabas?, bueno, dale decime, ¿qué querés por los cincuenta, qué te gusta?” Esa generosa mujer no permitió que la conversación siguiera ese rumbo, pero ya se había propuesto cambiar el de Dayci. Luego de decirle varias veces, y en forma apresurada, que no deseaba nada a cambio, le dijo su nombre y prometió volver algún día, sólo para charlar. La prostituta se sintió perturbada, algo que nunca le pasaba, y sin razonarlo se despidió diciendo: “Bueno, si no querés nada, se agradece, chau. Eh… yo soy Dayci, bueno…Silvia.” 

Legado

Por Marisa Carbonetti / Taller de narrativa


La puerta abierta, como siempre.  Subí los dos escalones y el aroma a romero abrazó con intensidad todos mis sentidos.  A medida que avanzaba por el zaguán, el perfume se hacía más intenso.  A través del ventanal de la galería pude divisar, en el fondo de la casa, a alguien pequeñito encorvado hacia la tierra arrancando algo. Intuí que era mi madre.
Teniendo en cuenta las ansias de comer que el aroma reinante me provocó, pude adivinar cuál sería el menú del almuerzo: papas al romero con carne, cocinadas al horno en una gran fuente redonda de aluminio. Digo bien, “papas” al romero con carne, porque las que abundarían serían las papas; los escasos trozos de carne, pequeños, serían contados para que todos comiéramos, en lo posible, la misma cantidad.
Me acerqué a la ventana y, desde allí, comprobé que era mi madre. Estaba inclinada con su delantal que rozaba el suelo cortando especias de su huerta. Sus manos se llevaban muy bien con la tierra; obtenía de ella todo lo que necesitaba para asegurar las verduras y hortalizas que consumiríamos.
Seguí a través de la galería y me detuvo un sonido que me resultó familiar; venía de uno de los cuartos. Fui hacia allí y, al acercarme a la puerta, me di cuenta que se trataba del escobillón que golpeaba contra los zócalos. Ahí estaba Rossana, una de mis hermanas mayores, barriendo enérgicamente en su intento de recoger hasta la última pelusa del piso de parqué. Giró su cabeza y me sonrió sorprendida. Le sonreí y volví al pasillo para continuar mi recorrido, pero un profundo olor a lavandina me detuvo unos segundos frente a la puerta del baño, sólo los instantes necesarios para apretar mi nariz con los dedos y poder seguir; aunque el murmullo que oí, me invitó a entreabrir la puerta. Allí estaba Nélida, otra de mis hermanas, que fregaba el lavatorio y renegaba por las lágrimas que los vapores, generados por la lavandina y el detergente juntos, le ocasionaban. Una mínima mirada de bienvenida y siguió con su ardua tarea. Inspiré con profundidad para poder soportar el trayecto sin respirar y, después de la mirada típica en el espejo del perchero de ratán, me acerqué a la puerta de la cocina. A través de su vidrio, vi a mi padre que estaba a la cabecera de la mesa. Esa era su ubicación habitual: siempre observando y dirigiendo todo. Cuando me vio, sus ojos se iluminaron; pero cuando me acerqué a saludarlo, ya tenía sus brazos cruzados sobre la mesa y la cabeza apoyada sobre ellos. Dormitaba con mucha paz.
   Acaricié sus hombros y su espalda; eran los mimos que más le gustaban. No se despertó. Lo contemplé con ternura y quedé inmóvil por un momento, hasta que me sobresalté con el chirrido de las paletas giratorias del lavarropas y del potente chorro de agua de la canilla del lavadero. Miré hacia allí. La puerta estaba entreabierta y vi la silueta de mi hermana Gabriela. Estaba inclinada hacia el interior de la gran pileta enjuagando la ropa, mientras sus piernas se movían al compás de la tarantela que se escuchaba desde el comedor, con seguridad desde algún casete colocado en uno de los tantos grabadores traídos desde la lejana Italia.
Sorprendí a mi hermana tomándola por la espalda, giró con rapidez y me dio un beso y un abrazo húmedos con sus manos heladas y rugosas por el largo contacto con el agua. Siguió con su tarea mientras salí hacia el patio trasero. El sol castigó mi retina con descaro. Miré el reloj y comprobé que eran las doce en punto. No pude recorrer el fondo como hubiera querido. Sólo observé los árboles frutales florecidos que engalanaban el raro paisaje, mezcla de jardín, huerta, gallinero y colorido colmenar.
La saturación de luz me recordó que era el mediodía y las sillas, que rodeaban la larga mesa de fórmica, al igual que el banco de madera, esperaban ser ocupados con puntualidad. El ángel de 1,50 de estatura estaría ya sirviendo las doradas papas crujientes enmarcando el pequeño trozo de carne. El vino casero estaría servido en el vaso de mi padre.

El dulce aroma a romero me guió sin pausa hasta la cocina. Entré y estallé en lágrimas.  Todo estaba vacío y silencioso. Ni mesa, ni sillas, ni banco, ni comensales dispuestos para almorzar. Por la ventana, vi que sólo el romero había sobrevivido a la muerte. Había crecido entre la maleza como signo de la eternidad del amor construido en ese hogar, en esa familia.

Despertando

Por Nicolás Cataldi / Taller de narrativa


Cerca de las diez de la noche, su cuerpo tensionado cargaba horas de exigente trabajo, además de una panza que hospedaba de forma apropiada a un nuevo invitado. Al asegurar con llave la puerta de su pequeño departamento, por fin se sintió libre. Ni se molestó en encender las luces. Conocía de memoria cada centímetro de su hogar y podía desplazarse sin cuidado.
Como cada noche al regresar, caminó hasta la habitación del fondo, y se quedó apoyada sobre el marco de la puerta que permanecía siempre abierta. A través de la ventana, las luces de la calle le permitieron ver el interior de una pieza rosa, llena de expectantes juguetes. Una sonrisa cansada se le dibujó mientras observaba el sonajero que le acababan de regalar. Se puso a tararear una canción por lo bajo. Siempre tarareaba cuando estaba en su lugar favorito de la casa.
Luego de un rato, volvió al living. Arrastró los pies y recordó que en unos días le festejarían el baby shower. “Estos yanquis ya no saben qué inventar”, pensó resignada cuando le dijeron las amigas; aunque se alegró de no saberse tan sola en la etapa que se le venía.
Tenía mucha hambre, pero solo tomó un paquete de galletas de arroz que estaba abierto y se dejó caer sin voluntad alguna sobre el sofá. En ese momento, se apagaron todas las partes de su cuerpo, a excepción de la cabeza. El cansancio, que tenía acumulado en los párpados se diseminó cuando sus ojos color café comenzaron a entrecerrarse, y por un escaso segundo se preguntó cuánto hacía que no les daba tregua.


Caminaba por una desértica vereda. Recién salía del trabajo. La noche se presentaba algo fría, pero ella y su pesada panza estaban bien abrigadas. Las botas resonaban contra el suelo, aunque no se percatara.  La conversación que había tenido con su padre le ocupaba la mente; no podía evitarlo. Le llevó mucho tiempo hacerlo, es cierto, pero al final le había contado la gran noticia y casi no obtuvo respuesta. Nada la ayudó; ni siquiera el miedo profético a la reacción desinteresada le permitió eludir el dolor. Sumida en esa mezcla de soledad y desconsuelo, una luz de creciente intensidad la sorprendió al cruzar la calle. Tardó un segundo en sentir la inminencia de la fatalidad. Uno más en percibir una parálisis que, tan inoportuna como esperada, le ordenaba quedarse ahí. Sabía lo que iba a pasar, y aun así no podía moverse. O no debía. Todo parecía diagramado, dispuesto a ser cumplido. Y cuando aquella luz se convirtió en dos deslumbrantes reflectores a punto de embestirla, de pronto se vio envuelta en la oscuridad de su departamento.
Con una inexplicable sensación de ligereza que no sentía hacía meses, se dirigió hacia el dormitorio del fondo, abrió la puerta y se asomó una vez más. Allí de pie, sus ojos perdidos le mostraron el interior de una pieza sin vida. La escasez de muebles le obligaba a ver las descascaradas paredes rosas y el silencio era una triste canción de cuna. Cerca de la ventana cerrada, sobre una cómoda, un moisés que jamás llegó a comprar descansaba con aspecto lúgubre. Quiso gritar, correr, llorar. Sintió tantas cosas que no supo qué hacer. Cuando la desesperación la dominó por completo, no pudo sentir otra cosa que un fuerte deseo de alejarse de esa realidad.


Una débil luz se filtró por la rendija que sus párpados acababan de crear. El sol, desde lo alto del cielo, apenas traspasaba las compactas persianas, pero le permitía identificar cada cosa que había en el living. Se quedó un rato acostada, inexpresiva, intentando recordar lo que sabía que había soñado; a esa altura, ese sueño se había hecho parte de su vida. Lo que no tenía muy en claro era si aprendería a vivir con él. Algo parecido a la angustia se asomó en su interior. Tenía que encontrarle una solución. No podía evocar esas imágenes una y otra vez, no le hacían ningún bien.

El dolor en el cuello la hizo cambiar de posición y entonces, vio el reloj: se le hacía tarde. Todavía con una mueca afligida, se incorporó con facilidad y, al pasar frente al espejo, se detuvo un instante. “Estoy hecha un desastre”, pensó con nostalgia. Ya no le gustaba ni un poco su figura de modelo.

Antes de que vengan los caranchos

Por Facundo Irazoqui / Taller de escritura


Juan José Peralta Ramos tiene tiempo para pensar. Mira el inmenso cielo azul, sin nubes, el sol que arde sobre el rincón más apartado de su campo.  Más que pensar, recuerda.
Le viene a la mente el primer recuerdo que tiene de Ismael. El muchachito de once años recién cumplidos pidiendo trabajo en su estancia. ¿Era de cebador? No, primero lo contrató para la esquila, doscientas ovejas para agarrar de las patas. Después le dijo, dándole unas palmaditas en la espalda, que necesitaban a alguien para cebarle mates a los peones. Trabajos de chico. Una comida y un techo a cambio .El recién llegado aceptó y salió para el galpón que sería su pieza.
Se llamaba Ismael, el chico.
El patrón le dio trabajo, sí, tenía una majada grande para esquilar y alguien tenía que juntar los restos de lana que se iban cayendo. Hace años de esto ya, pero  Juan José lo recuerda.
Juan José Peralta Ramos siente el peso de su rastra de oro y plata en la cintura, que mandó a hacer al mejor orfebre de Buenos Aires. Piensa en las vacas que le costó, y piensa en que es casi gracioso que la tenga puesta ahora. 
Pero ahora tiene tiempo para pensar, y piensa.
Y recuerda: un peón enseñándole a Ismael a apartar las vacas; una mañana muy fría de invierno que Ismael barría su galpón; una yerra que duró varios días y los paisanos enseñándole a pialar al chico, Ismael con un hombro salido esa misma yerra, un ternero demasiado grande para aguantarle el tirón. Recuerda casi con pena las lágrimas que soltó Ismael cuando le acomodaron el brazo. Ahí le dio un trago, el primero, para que se componga.
Ismael no demostraba muchas emociones. Ni siquiera cuando cobró el primer sueldo, a los diecisiete.
Juan José advierte una nube solitaria que pasa muy arriba en el cielo azul.
Eso sí, ya de grande Ismael se volvió bastante terco.
No quiso escucharlo cuando lo aconsejó, en aquel asunto con la hija del puestero; no era para Ismael, no, de ninguna forma. Juan José Peralta Ramos no iba a tolerar cosas raras en su estancia. Pero no lo escuchaba, se había puesto insistente. Y no tuvo mas remedio, Juan José tenía que cortar por lo sano. Como buen patrón que era le consiguió trabajo a la moza, en Buenos Aires, en lo de unos parientes. Recuerda la mirada desafiante, el puño cerrado de Ismael.
Cada vez más terco, sí, una pena porque era buen peón. Trabajaba en lo que se le dijera, sin una queja. De la señorita no se habló más.
Juan José Peralta Ramos sintió que le molestaba el pañuelo de cuello, la tela fina lo acaloraba.
En fin, tenía buenos recuerdos de Ismael, pero se vino a complicar todo. La discusión los otros días, que iba a tener un hijo, que ahora con familia el sueldo no le iba a alcanzar, que por lo menos le diera permiso para unas vacas. De nada, de nada le sirvieron los consejos que le había dado a Ismael. Juan José se disgustó mucho, ya se sabe, es un problema tener niños en la estancia. Asique decidió que lo mejor era cortar por lo sano, mantener el buen lazo que tenía con su peón antes de pelearse del todo.
 Iba a tener que buscar trabajo en otro lado, le dijo.
Le costó decírselo, le había tomado aprecio.
La verdad había esperado una reacción más violenta, pero no. Ismael lo miró largamente, dió media vuelta y encaró para el galpón.
Antes de que vengan los caranchos, esos bichos que empiezan a comer mientras el animal agoniza, como todo paisano sabe, Juan José Peralta Ramos recuerda un poco más.
Esa misma noche se despertó inquieto, tenía que viajar a Buenos Aires y eso lo ponía nervioso. Se incorporó a medias en la cama antes de recibir el golpe que lo dejó inconsciente. Despertó en el mismo lugar donde está ahora: un rincón apartado de la estancia, una lomita entre los cangrejales, donde no va nadie, nunca. Lo vio a Ismael, parado, avejentado, mirándolo. Su cuerpo era un contorno negro contrastando con el cielo estrellado. Juan José quiso mover un brazo. No pudo. Quiso alzar una pierna. No pudo.
Sintió las tiras de cuero fresco que lo sujetaban a su tierra. Cuando amaneció, se puso a gritar, inútilmente.
Juan José Peralta Ramos, en los siguientes dos días, tuvo tiempo de recordar.

 Antes que vinieran los caranchos.

INTERESTELAR

Por Paula Von Wernich / Taller de escritura para jóvenes


I

Nos encontramos aquí,
Pegados físicamente
a esta estrella      y
Con nuestra mente fuera de ella.
Acá estamos
En la vida,
Con los pies en la tierra,
Con nuestro cuerpo en el cielo
Y la mente en el universo.

Hipotéticas ideas
Sobre un incierto final
Solo sirven para asustarnos.
Pero aquí y ahora estamos
En el paraíso actual.
No hablo de nuestro final,
Sino de nuestro durante.
Nuestro cielo es el trayecto.
No, nuestro final.

II

La veo leer desde el cielo,
Se lame el pulgar,
Cambia  de página y sonríe,
Encontró su poema.
Bebe un sorbo de café y se quema
Insulta                                 y me mira.
Desde el cielo la miro,
Nos sonreimos y bebe.
No se quema.
El cielo    es el ahora
                 es el suspiro,
                 es el corto sorbo de café.
   Me muestra el vacío
De la taza.
Se que no me arrepentiré
De entregarle
   Hasta el alma.

III

Los complementos y opuestos
Tierra-cielo
Nos hacen cuestionar
Nuestra existencia atemporal.
La tierra es nuestra estrella momentánea
Usada para unirnos y
No perdernos en la infinidad.
   Somos pestañeos de lo infinito.
   Somos polvo de estrellas.
   Somos contradicción entre el odio
      Y el amor.
El odio nos pega a la tierra
      Como imán.
El amor nos hace flotar.
Por eso subimos y bajamos.
Por eso tu taza se vacía
Y yo la vuelvo
  A llenar.
Estamos con los pies en la tierra
Y la mirada en el cielo.

Estamos aquí y ahora
Asimilando
Nuestra rareza

Molecular.

Penumbra solaz

Por Julieta Devoto


Hilario estaba sentado en el banco de la plaza, frente al monumento al General San Martín. El día era cálido, las nubes grises viajaban lentamente por encima de su cabeza. El aire pesado acariciaba su pálido rostro. La camisa a cuadros azul y gris se zarandeaba mansamente, despegándose de su delgado cuerpo.
Su perro Claus, un labrador color café con leche, llevaba un arnés y estaba sujeto con una correa a una de las patas del banco. Descansaba con su gran hocico apoyado sobre la pierna de su dueño.
Sacó un cigarrillo. Lo encendió y pitó profundamente. Mantuvo el humo en la boca, lo saboreó unos segundos y lo expulsó con fuerza por la nariz.
Con su mano libre, aflojó los cordones de sus zapatillas deportivas. En un rápido movimiento, empujó con la puntera de un pie, el talón del otro zapato; repitió el movimiento con el otro pie y logró descalzarse. Se encorvó y se sacó las medias blancas. Se acomodó en el asiento y estiró las piernas. Las alzó hasta despegarlas del piso y movió los dedos, despacio. Sintió un breve cosquilleo que le recorrió la columna vertebral. Apoyó los pies en el suelo y notó la rugosidad del polvo de ladrillo, que había debajo de los bancos de la plaza. Se entretuvo un momento, jugando con las piedritas de color naranja, entre los dedos de sus pies, mientras el olor dulce de las rosas le penetraba en la nariz. Apagó el cigarrillo. Estiró la mano hasta tocar una de las flores que despedían el delicado perfume. Recorrió los pétalos suaves y aterciopelados. Bajó los dedos hasta el grueso tallo, firme y liso. Tocó las puntiagudas espinas.  Probó una de ellas en la yema de su dedo índice. Presionó un poco más. Su rostro se comprimió: el seño fruncido, la nariz arrugada, los labios semiabiertos. Apretó más aún. Sintió un agudo pinchazo cuando un pedacito de piel comenzó a desgarrarse y lanzó un suave gemido de dolor. Una gota de sangre brotó de su dedo.
Su perro, Claus, con la cabeza erguida hacia su amo, lo miraba fijamente moviendo la cola. Ladró una vez. Hilario empujó todavía más. Sintió la punta áspera y afilada de la espina que cortaba su piel. La sangre comenzó a salir a borbotones de su dedo índice. Claus, emitió un largo y sordo aullido, mientras las gotas de sangre le caían sobre una de sus orejas. Hilario bajó la mano hasta la cabeza del perro y tocó la sangre espesa, empastada en el grueso pelo del animal. Tomó la rama de la rosa llena de espinas y se pinchó la palma de la mano. Sintió la punzada y sonrió, con el rostro de cara al viento, que era cada vez más potente. Sacudió la cabeza. El pelo revuelto le caía en mechones sobre la frente pálida. Tiró la cabeza para atrás y con una sonrisa cínica en el rostro,  empujó más. La sangre le chorreaba por su mano y caía en grandes gotas, sobre la cabeza de su perro que no paraba de aullar. Movía la cola y lanzaba cortos y graves ladridos, mientras la cabeza se le llenaba de sangre, debajo de la mano goteante de su amo. Entonces, comenzó a sacudir las orejas ensangrentadas de un lado para el otro, salpicando todo a su alrededor. La camisa y el jean de Hilario se llenaron de sangre. Sus pies descalzos, descansaban sobre el polvo de ladrillos, en un gran charco de color bordó.

El hombre levantó la cabeza y, de cara al cielo, comenzó a sentir que el aire se ponía cada vez más húmedo. Una gota le cayó en la frente. Otra y otra más. Soltó la rosa que apretaba en su mano y se quedó inmóvil, mientras el aguacero le caía encima. Alargó la mano y acarició a su perro. Notó que la lluvia había lavado el pelo ensangrentado del animal. Se acomodó en el asiento, tiró la cabeza para atrás y cerró los ojos.

Calma

Por Carlos Iunino / Taller de narrativa


Ese sábado, después de almorzar, me recosté sobre mi cama sin pensar en nada. Me gustaba estar así, mientras las horas se iban deslizando. Estaba comenzándome a dormir, cuando él llamo y me dijo que vaya a su casa, que me estaba esperando. Su insistencia, de alguna manera, me había convencido. Aunque yo, trataba de todas las formas de pasar por alto el tema, siempre me había dicho que aprender a manejar a mi edad era lo más adecuado; que si no era ahora, con el tiempo me iba a resultar más difícil. A mí no me interesa la cuestión, siempre me había manejado en bici o caminando y ni siquiera le pedía a mamá que me llevara a algún lado.
   Pero algo me movilizo, quizás, quería dar por cerrado el tema de una vez. Me levanté de la cama y salí. Llegué a su casa y él ya estaba afuera, esperándome en su auto. Desde arriba me hizo señas para que subiera. Sin decirme una palabra, comenzó a salir de las calles céntricas y nos dirigimos hacia la periferia del pueblo. También me había mencionado, más de una vez, que alejarse era lo más propicio para un principiante.
   Durante el trayecto, en silencio lo fui mirando. Él, fijaba solo sus ojos en el horizonte de la llanura. En un momento detuvo el auto sobre una calle cortada. Un viento fuerte del oeste levantaba la tierra y sacudía los sauces. Se quedó mirando un rancho de adobe abandonado sobre su izquierda y con su voz, siempre tan áspera, dijo:
   —Hoy no te voy a enseñar a manejar. Hoy vas a hacer un trabajo.
   Mi silencio se extendió unos segundos. El sol, de un modo apaciguado, comenzaba a esconderse detrás de las chacras. Rompí mi silencio y atiné a preguntar qué trabajo. Pero él no respondió. Su mirada ahora se concentraba solo en los minutos que se deslizaban por su reloj pulsera, el mismo, que le había regalado cuando cumplió cincuenta. Después, se puso a mirar por el espejo retrovisor del auto. Yo, imitando el acto, hice lo mismo con el que disponía mi asiento como acompañante.
   A la distancia, rodeada por una continua nube de tierra, una camioneta comenzó a venir hacia nosotros. Él, en un movimiento rápido, encendió la radio y me dio la orden de no apagarla. La camioneta se detuvo unos metros antes de nuestro auto. Mientras tanto, él se tanteó un bolsillo de su jean, me dijo que me quedara quieto y bajo.
   En ese instante, también un hombre gordo bajó de la camioneta. Llevaba puesto un chaleco negro con un escudo en la parte del corazón. Yo miraba su rostro desde el retrovisor, sabiendo que de algún lado lo conocía. Ambos fueron al encuentro, se dieron un apretón de manos e intercambiaron algunas palabras. El hombre del chaleco tomó algo de su bolsillo derecho y se lo entregó. Él lo guardó en un uno de sus bolsillos traseros de su jean y se despidieron. El hombre del chaleco subió a su camioneta, encendió el motor y se fue perdiendo por el camino que había venido. Mientas se alejaba, él comenzó a volver hacia el auto. Desvié la mirada del espejo y enfoqué mis ojos hacia un sauce que desprendía ramas en la altura, a causa del viento.
Volvió a subir al auto y mirándome fijo me dijo:
—Tomá…guardátelos. Con esto te vas a poder comprar lo que quieras. Pero tenés que saber, que en la vida nada se gana sin esfuerzo, por eso antes tener que hacer un trabajo.
Extendí mi mano derecha y agarré un fajo de billetes. Él prosiguió:
—Escuchá bien todo lo que te voy a decir… Tengo un tipo en el baúl…Si, eso y no me mires así. Más bien, escucha: Lo voy a limpiar…mejor dicho, lo vas a hacer vos.
Me quedé mirándolo. En ese instante, me vi en la situación que nunca me hubiese imaginado. Atrás quedarían la ansiedad y los temores. Era demasiado tarde para hacerme el distraído. Siempre había sospechado de estos trabajos de Papá. Y ahora, en el medio de la nada, era yo, el único heredero de esa profesión.
Me quedé paralizado. Comencé a sentir algunas lágrimas que se deslizaban por mi cara. Mientras él, sacó un arma de la guantera, la cargó y se prendió un cigarrillo. Sin mirarme, me la dio y exclamó:
—Dale. Hacelo bajar y tírale. No perdamos tiempo.

Descendí del auto con el arma. Fui hacia el baúl. Papá me miraba fijo por el espejo retrovisor. Lo abrí y contemplé un hombre canoso, con los ojos vendados, la boca encintada y atado con cables de electricidad. No sé de dónde, pero en ese instante, el miedo huyó de mi cuerpo y se me vino a la mente el curso de primeros auxilios que aprendí alguna vez en el colegio y le tomé el pulso. Advertí que estaba muerto. Cerré el baúl. Volví al auto, le dije lo que hice, guardo silencio y encendió el motor. Dejé caer el arma al piso. Quizás, pensé, un ataque al corazón me habría ganado de mano. Hacerme esa idea, me devolvió la calma, mientras volvíamos al pueblo.