22/08/2014

Memorias de Carlos Lorenzo

Por Juan Ignacio Ortelli (Taller de escritura para jóvenes y adultos)



JUEVES

Era la noche de Jueves Santo en la prisión de Santa Magdalena, pero sin  los grandes festejos que debe haber en el exterior. En realidad uno solo podía imaginarlos, ya que en esta prisión, el contacto con el exterior era casi nulo.  De hecho, era una gran mole de material, con techos y ventanas completamente tapados de hormigón, lo que no dejaba pasar la luz del sol ni la brisa fresca. Todos los presos encerrados en Santa Magdalena estábamos abandonados a nuestra suerte. Ni siquiera la mirada de Dios llegaba a inmiscuirse en el interior de la prisión.
Fuera de eso, no se la pasaba tan mal una vez adaptado, en especial porque tenía compañía. Nunca faltaban temas de conversación con  mi compañero de celda,  el “negro” Menéndez.  Por momentos  mi camarada parecía un poco extraño en su forma de hablar, pero ello  se explicaba en que era un tipo muy culto. Además se trataba de un hombre  tranquilo, interesante y al que le gustaba mucho leer, hábito del que  me terminó contagiando. Shakesperare era sin dudas el autor que mas lo apasionaba y le encantaba hablar de sus obras. Aunque no lo demostrara mucho, por momentos era una persona alegre. En estos cinco últimos años, se había transformado en el hermano que nunca tuve. Su nombre de pila era Arístides, y parece que en su momento fue  un cirujano de renombre. Por supuesto, hasta que mató a su mujer y lo encerraron acá.
Aquella noche, en medio de una de nuestras charlas, recuerdo que pasó de la serenidad a la melancolía en un segundo, y me preguntó:
-  Lorenzo, ¿qué pensarías si te dijera que soy inocente?
-  Acá todos somos inocentes – le dije mientras me reía.
Sin embargo no me acompañó en la sonrisa y me siguió hablando, con una expresión triste en la mirada.
-  La verdad es que soy inocente. Estuve cinco años confinado dentro de esta prisión, y me esperan muchos más. Si algún pecado cometí, creo que lo he pagado con creces. Necesito volver a sentir el viento en mi cabello, el agua de mar en mis pies, ver un amanecer en el horizonte, caminar sin importar a donde voy. Quiero ser libre y volar lejos como las golondrinas en verano. Necesito salir.  La cárcel me destruye poco a poco.
-  Es lo que todos quieren – le contesté – pero, sin ánimos de quitarte la esperanza, es complicado.
-  Vos estás desde hace mucho tiempo encerrado Lorenzo. Si nos pusiéramos a contar, creo que desde antes que yo llegará, tu condena ya estaba cumplida.  Podrías irte como un hombre libre, por la puerta grande. Cualquier juez te otorgaría  la libertad. ¿Por que te quedas? ¿Realmente te gustaría irte?
La pregunta me dejó duro. La verdad es que  estuve más tiempo encerrado que afuera. En el interior soy alguien, afuera no sería nadie. Acá soy “el viejo Lorenzo”, los jóvenes me respetan, los carceleros me tratan bien,  me llevo bien con todos los internos. Sin ser soberbio, de alguna forma soy como una institución acá adentro.  En la calle todo es un misterio, no tendría idea de como sobrevivir. Los  únicos recuerdos del mundo exterior que tengo, son de cuando era aquel muchachito de 19 años que cometió un error. No volvería a matar a nadie, pero entre los barrotes me sentía más seguro que en cualquier otro lugar, por más libre que pudiera ser.
- Soy un criminal peligroso –contesté evadiendo la pregunta- la única forma que tengo de salir de acá “es con los pies para adelante”, como te decían los guardias hace años. Aparte, tampoco la paso tan mal en este lado de los barrotes.
-  Tal vez tengas razón, Lorenzo. – me dijo mi amigo con un dejo de decepción- Puede que  la única forma de salir de prisión sea “con los pies para adelante”.
Luego el Negro se acostó en su litera y se quedó dormido, supongo que quiso cortar la conversación por lo sano.

VIERNES

Esa tarde de viernes santo, como todos los viernes, estábamos parados en el pasillo, mientras los guardias revisaban las celdas buscando cosas para requisar. Había poco personal en la cárcel ya que la mayoría se había ido para las fiestas con su familia, pero los que quedaban todavía tenían que trabajar.
El negro me estaba contando que tuvo un sueño, en el que nos tomábamos un café en una confitería como hombres libres. Si se daba algo tan disparatado, le dije entre risas que pagaba yo .De pronto, el negro comenzó a tambalearse hasta caer al piso, parecía que se le había bajado la presión. Como el medico estaba en el pueblo, trajeron a su ayudante de la enfermería, recién salido de la facultad de medicina. Muy tarde… mi amigo ya no respiraba.  Me dijeron que había que hacerle la autopsia para estar seguros y que por eso iban a llevar el cuerpo a la morgue del pueblo, pero que a simple vista parecía un paro cardiaco.
Con el cruel desenlace recordé sus palabras del día anterior. Digan lo que digan, años de sufrimiento fueron demasiado para su corazón. El encierro fue mucho mas duro para él que para mí.   Menéndez era como un ave silvestre, a la cual el encierro y el hacinamiento dejaron sin poder volar, hasta destruir completamente su esencia. En cambio yo soy un canario, tan adaptado a mi jaula, que perdí toda habilidad para la vida en libertad.
Mientras se llevaban el cuerpo sin vida del negro, en una bolsa de plástico, solo pude rescatar que su alma, al fin logró traspasar las paredes de la prisión, dejando atrás la cruz que lo oprimía.

DOMINGO

Habían pasado dos días desde el fallecimiento de mi viejo amigo.  Como nadie vino a reclamar sus pertenencias, me permitieron quedarme con ellas: un rosario, algunos libros, un peine, un pañuelo y un juego de damas.  Ahora las cosas eran un tanto más solitarias, ya que si bien en el patio estaba en contacto con todo el mundo, en la celda me faltaba mi hermano de tantos años.
Al mediodía, uno de los guardias se me acercó para dejarme una carta. En tantos años que estaba ahí adentro jamás había recibido correspondencia alguna, por lo que el hecho me resulto muy extraño. El remitente de la carta  era la “Hermana Julieta Capuleto”, de seguro ese trataba alguna de esas monjas que escriben a otros presos para hablarles de la misericordia de Dios. El sobre estaba abierto, así que obviamente lo habían revisado antes de entregármelo, sin encontrar nada raro como dinero o una lima para escaparme. El contenido de la carta decía:   

“Estimado Señor Carlos Lorenzo.
Le escribo estas líneas para que el Espíritu Santo derrame toda su gracia sobre usted en este Domingo de Pascua. Rezaré por Usted para que  logre sobrellevar estos duros momentos de soledad. Espero que se recupere y este tan bien de salud como yo lo estoy, y si desea saber más solo debe buscar más en nuestro interior.
Suya en Cristo. Hermana Julieta Capuleto.”

El contenido de la carta me había dejado pensativo. ¿Cuál era su significado? ¿Quién era esta Julieta Capuleto? Sabía que no conocía a ninguna monja, y a ninguna mujer del exterior que pudiera tener ese nombre.
Fue un segundo de iluminación en donde se me ocurrió que podía significar todo esto. Busque entre los libros del negro en la repisa, el ejemplar que podía tener la solución. Tomé el libro “Romeo y Julieta” de donde el nombre me parecía familiar. Empecé a ojear las páginas, sin saber que buscar exactamente, para ver si encontraba la verdad “en nuestro interior” como decía la carta. En la pagina 92,  me topé con una frase subrayada con lápiz, en medio de un dialogo de Fray Lorenzo a Julieta:

“FRAY LORENZO: (…) Toma este frasco, y cuando estés en el lecho, bebe este liquido destilado: de pronto correrá por tus venas un humor frió y soporífero; las arterias interrumpirán su movimiento natural y dejaran de latir; ningún calor ni aliento alguno mostrarán que sigues viviendo; las rosas de tus labios y mejillas se marchitaran y se tornaran pálidas como cenizas; las cortinas de tus ojos se bajaran como en el instante en que la muerte las cierra a la luz de la vida; cada parte de tu cuerpo, privada de la flexibilidad que te permite disponer de ella, permanecerá rígida, inflexible y fría, como en el reinado de la muerte. Permanecerás cuarenta y dos horas con ese aspecto que imita a la muerte fría, tras lo cual te despertaras como de un sueño agradable (…)”

Al leer esto se me dibujó una sonrisa. Llámenme ingenuo, pero no tenia dudas de que se trataba de un mensaje de mi viejo camarada.  En lo que al mundo respectaba, Arístides Menéndez estaba muerto, y a lo sumo su cadáver estaría desaparecido, pero yo sabía que al fin estaba en paz. Irónicamente logró la libertad saliendo “con los pies para adelante”. Jugó a los dados con la muerte, apostándolo todo; y ganó,  dejando atrás esa cárcel que poco a poco lo hacía olvidar su humanidad. Ahora sí puedo creer en la resurrección de la carne.

Tal vez, si mi camarada había tenido todo ese valor para enfrentar su cruel destino y revertirlo, yo también debería tener el valor necesario para dejar atrás mi propia prisión. Además le debía un café.  

Siete años

Por Nicolás Cataldi (taller de escritura para jóvenes y adultos)

Cuando terminó de ejecutar su travesura, se le ocurrió darse vuelta. Su madre lo observaba desde el umbral del patio, con el gesto adusto que últimamente le obligaba a adoptar. No le dijo nada, sólo se limitó a mirarlo. Él agachó la cabeza y fingió una vez más un arrepentimiento del que nunca fue amigo.
Escuchó con atención unos momentos, confiando en que su madre desistiera de su reprimenda silenciosa y entrara a la casa. Pero eso no sucedió, así que volvió a mirar el escenario destruido por su rebeldía infantil y comenzó a arreglarlo. Nunca se enteró de que la mujer que observaba desde el umbral, con una mano apoyada sobre su panza sietemesina, lloraba sin sonido.
Una vez exterminado el caos, se atrevió a voltear, justo al momento en que su madre desaparecía, cerrando tras de sí la puerta que daba a la cocina. La nueva modalidad del regaño le afectó, y se sentó en el pasto pensativo. Hubiera preferido el reto de siempre: el grito desmedido y el castigo. Así había sido desde que se enteró que iba a tener un hermanito. A partir de ese momento, cada travesura que él hacía era rápidamente cuestionada. Él tenía la culpa de todo lo que sucedía, aun cuando se aseguraba de no haber sido sorprendido en el ilícito. Nadie veía que era otro el que arruinaba la armonía de la familia. Nadie retaba al intruso que irrumpía en la panza de su madre.
Puede ser un cliché, pero en ocasiones la vida es cruel, injusta. Porque permite el sufrimiento sin dar tiempo a comprender. A veces no da oportunidad, a veces lleva a cruzar límites. A veces, simplemente, la vida no es vida. Porque pasa por delante de los ojos pero no se ve. Y porque, normalmente, uno no entiende que hasta siete años pueden ser una vida.
Con el cielo totalmente cubierto, el patio lucía extrañamente triste, exánime, luctuoso. Allí, donde ahora estaba sentado con cierta amargura, Pedro siempre se había sentido el rey. Gran parte de sus escasos siete años los había vivido en el jardín de su casa. Nadie conocía mejor que él esa enorme jungla, el lugar elegido para manifestar su novedoso hábito de portarse mal. Allí mismo había logrado realizar, el día anterior, su obra de arte. La peor diablura de su largo historial, la única por la que paradójicamente no recibió castigo de sus padres. Y la única vez que realmente consiguió su objetivo.
Lo había planeado, es cierto. Más de lo que cualquier niño de su edad lo habría hecho. El día en cuestión, tomó una bolsa que tenía guardada en su armario. La abrió y la miró con satisfacción: la última semana había estado hurtando, de a una, diferentes prendas de ropa que cobijarían al futuro invasor. La llevó al patio y la cerró atándola con una soga gruesa.
Esa misma mañana había conseguido trasladar una de las pesadas piedras blancas que delimitaban los canteros del jardín. Con mucho esfuerzo y sin que nadie lo notara, la había escondido detrás de la gran piscina de fondo celeste que rebozaba de agua. Y, finalmente, tomó la llave prohibida del enrejado que la cercaba, para completar su obra delictiva.
Antes de comenzar el acto, se aseguró de que su madre se demorara en la cocina un buen rato –hubiera  deseado que su papá también estuviese en casa, pero se ausentaba demasiado por el trabajo. Salió nuevamente al patio, y bajo un cielo resplandeciente, se dirigió a la pileta. Abrió sin hacer ruido la reja e ingresó la bolsa, la soga y la piedra.
La idea era simple y divertida: lanzar la bolsa atada a la piedra para que ésta la oculte por su propio peso. En algún lado lo habría aprendido. Sabía que tarde o temprano la encontrarían pero, como siempre, la reacción de sus padres era lo que buscaba. Sin embargo, cuando se incorporó con dificultad tras agacharse a levantar la piedra, perdió fácilmente el equilibrio y cayó a la pileta. 
Con el agua sobrepasando su altura, Pedro se agitó con vehemencia. No sabía por qué, no sabía qué lograría, sólo lo hacía. La profundidad era mucha, y él distaba de conocer la superficie. Tras tragar algo de agua, miró hacia arriba. Desde donde estaba, la pileta se confundía con el cielo. Por ese límite difuso, esperó que asomara la desesperada cara de su madre. 

No pensó que quizás ella no estaba en la cocina. No pensó que tal vez sus travesuras podían conocer castigos peores. No pensó que apenas siete años pueden ser una vida. Intentó escuchar pasos a la distancia, pero sintió como si alguien le apretara muy fuerte los oídos. No entendía qué era. No entendía por qué tomar aire ya no era una opción. Así como no entendía por qué su madre tardaba tanto en recorrer el breve tramo entre la cocina y la pileta. Siete años. Siete años no alcanzan para entender.  

21/08/2014

Bienvenidos

El Área de Letras de la Escuela Taller Municipal de Arte (ciudad de La Plata, Argentina)  está compuesta por los siguientes talleres: Taller de Escritura para adultos, Taller de escritura para jóvenes, de Guión cinematográfico, de Lectura y comprensión de textos, de Narrativa, y de Poesía y Letrística. Los Talleres del Área de Letras ofrecen aquí un conjunto de textos escritos por sus integrantes actuales y de años anteriores, quienes a través del acto de escritura y con voces estéticas diversas, hablan y muestran sus propios modos de percibir la realidad y de comprometerse con ella; textos entonces que devienen gestos de libertad, dirigidos hacia Uds. Lectores, con el fin de contribuir al diálogo inherente a la construcción de nuestra identidad individual y colectiva.