24/10/2020

Silvia Finocchietto -- Romance de Angela Baudrix

(Trabajo del Taller de Narrativa 2020.)

Y yo me iré  
como el humo al aire
que no podrá volver
me haré un tornado dulce
un perfume una piel

Gabo Ferro


“Mi querida Angelita: en este momento me intiman a que dentro de una hora debo morir, ignoro por qué; mas la Divina Providencia, en la cual confío en este momento crítico, así lo ha querido. Perdono a todos mis enemigos, y suplico a mis amigos que no den un paso alguno en desagravio o a lo recibido por mí. De los cien mil pesos de fondos públicos que me debe el estado solo recibirás las dos terceras parte, el resto lo dejarás al Estado. Mi vida, educa a esas amables criaturas, sé feliz, ya que no has podido serlo en compañía del desgraciado. Manuel Dorrego”. 
Angela Baudrix no puede olvidar ninguna de las palabras, cada una un dolor, grabadas a fuego en su memoria, si hasta sentía la voz de su Manuel recitándolas. Con su vestido negro de luto y los guantes gastados, un mantón cubriéndola de la cabeza a los pies y la cara oscura como la ropa que lleva, camina trabajosamente, yendo hacia la tumba del coronel. 
No siempre fue así. Era una mujer brava e inteligente. Formada en las cosas del mundo, discutía los pasos a seguir, aun cuando se hablara de cuestiones militares se escuchaba su voz alta y segura proponiendo las formas de pertrechar a las tropas, organizar actividades para conseguir donaciones, convenciendo a conocidos, familiares y amigos para que de alguna u otra forma colaboren con el ejército de los federales. 
En el diario federal El Tribuno se sabía que colaboraba con las publicaciones del coronel, sus ideas estaban entretejidas con las de él, sumergidas en el ideario revolucionario de libertad y de federalismo, o cuando se trataba de refutar los argumentos del Directorio y las políticas centralistas. O cuando se planteaban políticas populares, como fijar precios máximos para productos de primera necesidad.
Ángela sorprendió al mismo Dorrego cuando se enfrentó a la Junta de Observación que dispuso su expatriación en 1816, fundamentando que no se le había permitido ejercer el derecho de defensa ni respetado las libertades individuales.
El 13 de diciembre de 1828, Angela recibió una carta del secretario de Manuel. Juan Vélez le comunicó la decisión de Lavalle; Manuel había sido intimado a morir en dos horas. No había sido una decisión espontánea, la conspiración se orquestó por los unitarios desde que Dorrego asumió el gobierno de la provincia de Buenos aires; se lo acorraló política y financieramente, esperaron el momento exacto para concretar la traición. Las ideas federales y populares del coronel no podían coexistir con el proyecto unitario.  
Ángela conocía estas circunstancias, aún no había podido discernir que sucesos formaban parte de la tela de araña que se tejía en torno a Dorrego y cuales sucesos devenían de los hechos y el fluir natural de la historia. Pero no sospechó el fin.  
El dolor no oculta su enojo, enojo por la sumisión que lo llevó a la muerte, por perdonar a sus enemigos, por no haber solicitado clemencia a sus verdugos.
Cuando lo conoció, gallardo y altivo, firme en sus convicciones y combativo ante sus enemigos, ella tenía flamantes 16 años y el de 28. Se habían enamorado en cuanto se encontraron. Se casaron en 1815, ante la reticencia de la familia que tenía reservas ante este militar díscolo y bromista.
Era otro tiempo. Tiempos de amor y encuentros rápidos y secretos. Tiempo de paseos por las alamedas de San isidro, de citas furtivas a orillas del rio. De la emoción de mirarse y el temblor en la voz. 
Los recuerdos. Recuerda a Manuel yendo o viniendo de una batalla o de un campamento: Tucumán, Salta, Vilcapugio, Ayohuma, las campañas al Alto Perú, la guerra Gaucha, las disputas entre unitarios y federales, el exilio de 4 años en los Estados Unidos.
Cuando partía, a veces años, la ganaba la ausencia, gemía en las noches buscando su mano, su cara. Pero a la hora del regreso compartían los días. Su presencia se imponía en la casa contagiando el dinamismo de su personalidad. 
Ahora Ángela trata de entender esta muerte tan injusta tejida con cada acción e idea de Manuel, previsible cuando enfrentaba a la aristocracia porteña y sostenía sus ideas libertarias, cuando enfrentaba al régimen unitario que exigía que todas las ruedas rueden a la par de la rueda grande.  Cantada cuando desde el diario El Tribuno atacaba a la oligarquía reinante que todo lo refiere a sus miras ambiciosas y engrandecimiento personal y es firme en dominar en lugar de proteger, en destruir en vez de crear.
El General Lavalle desoyó los pedidos de clemencia de familiares y amigos, de camaradas del ejército y gente de la política que rechazaba la medida extrema de la muerte, si no por conveniencia del coronel Dorrego, por los daños que ocasionaría a la República. 
Solo escuchó a quienes lo impulsaron a sentenciar a muerte a Dorrego, a quienes lo convertirán en verdugo. Se apoyó en cartas que recibió y contestó apresuradamente, imprimiendo velocidad al tiempo de la ejecución.
Santiago del Carril, presidente de la Corte Suprema escribió a Lavalle, “… fragüe el acta de un consejo de guerra para disimular el fusilamiento de Dorrego, porque si es necesario envolver la impostura con el pasaporte de la verdad se embrolla; y si es necesario mentir a la posteridad se miente y se engaña a los vivos y a los muertos …”. Esta era la catadura de los revolucionarios unitarios, la intriga a espaldas del pueblo, el quebrantamiento de las leyes para lograr apoderarse del poder y la ausencia de la ética que les imponía la investidura de sus cargos.
Carta del General Lavalle al Almirante Guillermo Brown: “Desde que emprendí esta obra, tomé la resolución de cortar la cabeza de la hidra … Yo, mi respetado general, en la posición en que estoy colocado, no debo tener corazón…. Al sacrificar al coronel Dorrego, lo hago en la persuasión de que así los exigen los intereses de un gran pueblo”. La hidra es una culebra acuática venenosa que vive cerca de las costas, posee siete cabezas que renacen a medida que se van cortando y mata a sus presas inyectándoles toxinas. Es también una criatura mitológica que habita en el lago de Lerna, lugar sagrado conocido como la entrada al inframundo. Adopta diferentes identidades, a veces es dragón, a veces serpiente.
Lavalle no habría previsto que al nombrar a Dorrego como la hidra, no solo le transfería sus cualidades venenosas. Porque la hidra tiene el rasgo más impresionante de la vida en la tierra: es indestructible. No sufre de senescencia, el envejecimiento de las células y vive un promedio de 1400 años. Es un organismo que puede ser triturado y de cada pedazo surgir un nuevo ejemplar. Posee una memoria estructural que le permite dar forma a su nuevo cuerpo gracias a un patrón heredado del esqueleto. Aun cuando la quieran eliminar, por cada cabeza que le corten surgen dos nuevas en forma instantánea, lo único que podría eliminarla es el corte de su cabeza principal con una espada de oro. Esta fue una de las hazañas de Hércules, con la espada de oro que le entrego Hera. Este atributo la hace inmortal.
Lavalle se erigió como el elegido, se pensó el mesías elegido para defender los intereses del gran pueblo, como el héroe sin corazón en defensa de la república. No previó que el pueblo argentino no deseaba el latrocinio, ni que esa acción irreparable lo atormentaría toda su vida ni q la muerte del coronel tendría el efecto contrario al buscado.
La transpolación fue tal que, no contento con ordenar el fusilamiento y ejecutarlo, ordenó se le corte la cabeza y se le destruya el rostro, la destrucción total de la identidad de Dorrego y presumiblemente sus ideas.
Dos días después del latrocinio el coronel Lamadrid visitó a Ángela y le contó los hechos por haberlos presenciado. Las balas tronaron en la cabeza de Ángela, algo cruje en su pecho. 
Imagina a Manuel entregando a Lamadrid la chaqueta que le bordara con alegría las noches de espera  “… para que la tenga en recuerdo de su desdichado esposo…”,  lo ve abrazando cordialmente a Lamadrid en los últimos minutos, calzándose una chaqueta prestada “… para morir dignamente…”, una vez que se sacó los tiradores bordados por Isabel para enviárselos, escucha cuando pide los últimos sacramentos y recomienda a su primo el religioso Juan José Castañer ,”… diles que sean católicos y virtuosas que esa religión es la que me sostiene en este momento… “. Lo ve apoyarse en el paredón y recibir la carga de metralleta y caer, pero no puede imaginarse el sablazo que le arranca la cabeza y los golpes del fusil que le destrozan la cara y rompen el cráneo en pedazos. Una cruz de ñandubay marcará el lugar del fusilamiento.
Isabel recibirá los tiradores que había bordado para su padre con una esquela “Mi querida Isabel, te devuelvo los tiradores que hiciste a tu infortunado padre”. Nunca se repondrá. Cada 13 de diciembre recibirá en la casona que es el hogar de sus padres. Los criados servirán bebidas y tentempiés y minutos antes del fin de la reunión, un mozo recorrerá la sala con una gran bandeja de plata en la que, sobre un plato de porcelana blanca, se portará una cabeza de gallo chorreando sangre, acompasada por la voz de Isabel: “, es la cabeza de Juan Galo Lavalle…”
Ángela y sus hijas vivirán en la indigencia, deberán trabajar en el taller de uniformes del ejército y, en alguna oportunidad, prestarán servicio doméstico, hasta el año 1847 cuando Rosas reconocerá las campañas militares de Manuel Dorrego.
Murió Dorrego ignorando las causas de su muerte y vivió sabiendo a qué ponía el pecho, pensará la tropa. La muerte de Manuel se hará cielito en las pulperías; las últimas cartas a Ángela, Isabel y Angelita se recitarán de memoria en los campos de batalla durante largo tiempo. 

Cielito cielo nublado
Por la muerte de Dorrego,
Enlútense las provincias,
Lloren cantando este cielo

Cielo mi cielito triste
A Dorrego lo mataron
Ya estamos viendo su poncho 
teñido de colorado

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