24/10/2020

Jesica Delgado -- Aterrizaje

(Trabajo del Taller de Narrativa 2020.)


La puerta está abierta, la cortina que la cubre se mueve apenas con el viento y ella pispea la calle. Hace rato que no pasa nadie, sólo los perros cruzan, toman agua de la zanja y se echan en el pasto, a la sombra de los árboles de la cuadra. Cuando baje el sol saldrá arrastrando una silla al patio y esperará sentada el paso de la avioneta. De casualidad los miró la primera vez; se había levantado de un tirón sacudiéndose la cabeza, separándose el pelo con los dedos para sacarse una avispa enredada. El zumbido se detuvo rápido, pero siguió manoteando el aire por si acaso. Descorrió las manos de la cara y vio a los paracaidistas cayendo del cielo naranja. 

El ventilador le da de frente, toma un sorbo grande de agua y saca uno de los hielos que se achican en el vaso. Se lo frota por el cuello y las mejillas y tira el cubito al piso de cemento. La refresca un poco, pero después vuelve a sentir el aire pesado, denso, sentada como está, con las piernas estiradas sobre una silla, bajo las chapas calientes del comedor. Esa vez, cuando las tres siluetas ondularon sus globos fosforescentes en el cielo y desaparecieron detrás de los eucaliptos, se preguntó adónde habrían caído, cómo fue que tocaron la tierra.

Los que pasan miran también, de refilón o volteando la cabeza. Eso siente cada vez que escucha las pisadas sobre el ripio. Seguro que la tienen de vista; pero si ella los viera de camino, no sabría decir quiénes son. Se rasca la panza y ve una marca surgiendo en la piel tirante, una línea oscura que desciende por el ombligo. Le dijeron que no se rasque, que así le iban a salir más y que después se convertirían en gruesas cicatrices blancas. Que es porque va a salir con mucho pelo, dijeron también.


A Inés una pelusa clarita le rodeaba la cabeza a los cinco días de nacida, la primera vez que la vio. Es que doña Clara no quería estar sola con una beba en una casa tan grande y le dijo, yo te pago y vos me venís a ayudar. Pero nunca había mucho para hacer, alcanzaba con una limpieza profunda un día a la semana y después repasar. La beba casi no lloraba, tan rápido se acostumbró a ella. Al terminar la semana, en una bolsa metía huevos, harina, azúcar, manzanas, naranjas, leche, manteca a veces. Llevá esto a tu mamá, decía poniéndole la plata en la mano.

Anochecía cuando llegaba a su casa, si no estaba muy oscuro cortaba camino por el monte que había detrás. De a poco dejaba de escuchar el paso de los camiones en la ruta y empezaba a sentir el crujido de las hojas bajos sus pies, las abejas revoloteando sobre su cabeza, los pájaros moviendo las ramas. A lo lejos, lo primero que veía era la luz arriba de la puerta alumbrando el cuadrado pelado que la casa tenía adelante. Le barrían las hojas secas, pero nunca creció el pasto ahí, en esa tierra que era la misma de la que brotaron los árboles del monte.

La madre levantaba la bolsa del piso y acomodaba las cosas en la mesa. Ella se sacaba las sandalias sentada en la cama del comedor mientras su sobrino se le acercaba gateando. Al rato empezaba el ruido de los platos y las ollas apilándose en la bacha de la cocina. No te acomodés que te falta esto todavía. La madre le señalaba con la barbilla y se dirigía hacia afuera.   

   

El día que llegó, el barrio le pareció igual. La cuadra era una hilera de casillas de madera y casas con las paredes sin revocar. Al frente, un descampado de altos pastizales y, más al fondo, una fila de eucaliptos ocultaba el aeropuerto que vio cuando pasaron con el auto. Aunque sólo era un terreno alambrado con el pasto amarillento y algunas avionetas con la pintura descascarada, eso era lo único distinto. Deja caer las piernas, el piso está fresco y le alivia la hinchazón de los pies que se extiende hasta los tobillos. Mira las finas venas coloradas apareciendo a través de la piel tostada y hace un chasquido con la lengua.


Bajo el sol del mediodía, caminaba por el costado de la ruta las quince cuadras hasta la casa. Apuraba el paso si alguno se acercaba con el auto y le abría la puerta del acompañante. A él nunca se lo cruzaba porque volvía tarde. Sólo paró un poco cuando la nena era más chiquita, pero desde el principio la dejaba así. La doña nunca decía nada, pero ella le veía las mejillas hinchadas, los dedos gordos marcados en los brazos, las quemaduras del cinturón en las piernas. No se le olvida lo feo que el patrón le pegaba. 


Él le dice que no le va faltar nada, que tiene un terreno cerca del centro y que lo único que hay que hacer es comprar ladrillos y cemento, que acá tiene todo, para qué dejar plata, y cuando tenga tiempo la va a llevar a comprar un vestido suelto porque la panza se pone grande. Hoy temprano, antes de irse, dijo lo mismo que le viene diciendo. Mirá que acá todos me conocen. Con quién te hablás, si salís, quién entra. Todo me van a contar. Se para despacio, igual se marea, quiere vomitar. Alguien pasa por la calle, pero la cortina no se mueve y ella no se va asomar.


Esa vez estuvo en la pieza todo el día, ni un ruido hacía. A la tarde, cuando le faltaba poco para irse y preparaba una mamadera, escuchó que abrió la puerta. De reojo la vio agacharse para besar a su hija que se tambaleaba agarrada de un sillón. Después se puso a su lado. Este me va a matar. Yo me vuelvo a Buenos Aires. Vos le tenés que pedir permiso a tu mamá. Si querés, te venís conmigo. Miró a doña Clara y le pareció que tenía los ojos más verdes que nunca. Bueno, dijo. Y no le salió nada más.

Mi patrona tiene un trabajo para vos, le dijo un día su mamá. Ella venía cuidando a alguno de los hijos de sus vecinos o haciendo los mandados si alguien le pedía. Por plata o mercadería. Daba lo mismo porque en la casa ya eran muchos con sus hermanos y sus dos sobrinos. Su hermana mayor los dejó cuando decidió que era mejor ir al centro a trabajar con cama y verlos los fines de semana. Al principio, cada sábado aparecía a la tarde y se iba al día siguiente. Pero dejó de venir cuando consiguió trabajo en otra provincia. 

La panza de la doña era un bulto pequeño asomando a través del vestido el día que la conoció.

    

El tiempo habrá pasado muy rápido cuando tenga un hijo a los dieciséis años. Corre la cortina y nota que el sol está bajando. Aunque la picazón le arde, no puede parar de rascarse y hasta darse golpes en el vientre duro. Sí, el tiempo pasó muy rápido desde que lo conoció para estar ahora sola en el comedor de esta casa. No sabe por qué le hizo caso, si con ella estaba bien. Cuando llegaron se acomodaron en un departamento que tenía una sola cama y ahí dormían las tres hasta que doña Clara consiguió más muebles. Si alguien le preguntara, de ella nunca podría decir nada malo. Pero es difícil pensar en todo esto y entonces piensa en otras cosas.

Sale y deja la silla en el camino. Sólo las nubes se mueven en el cielo. No escucha el ruido de la avioneta, pero está convencida de que hoy caerán cuatro, como el domingo pasado. Acomoda la silla contra una pared de la casa y se sienta descalza cruzando las piernas, metiéndose el pasto entre los dedos. Todavía le gustaría verlos cuando aterricen.


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