24/10/2020

Laura Prezioso -- El hada fucsia

(Trabajo del Taller de Literatura Fantástica 2020.) 


El Rey había sido criado para gobernar con equidad su reino. Pero, al haber sido coronado a tan corta edad, no estaba enterado de las desigualdades de lo que pasaba en las ciudades y en el campo. Las ciudades incipientes se poblaban de vagabundos; el crecimiento anárquico de la pequeña ciudad gótica la había colmado de olores y gentes en estados nauseabundos. Morían en las calles  de pestes que, decían, los atormentarían aún después de muertos.  Sin embargo, el pequeño Rey vivía protegido de los pesares y penurias de la colmena humana que recorría las calles y el campo en busca de los despojos de lo que se consumía en palacio. 

En un lugar muy remoto una niña llamada Margaret, de apenas 15 años, cuidaba a su padre viudo, apesadumbrado por la falta de su amada mujer. Margaret solía imaginar un mundo distinto. Soñaba con un príncipe de ojos azules y buenos modales que cambiaría su vida. Fregaba, cocinaba y lavaba la ropa y las noches mágicas de sus sueños eran el bálsamo que le permitía seguir en su miserable vida. 

Una noche de desconsuelo y duermevela un hada etérea, ingrávida como una luciérnaga, iluminó su cuarto. Llevaba un vestido fucsia con luces y una pequeña varita mágica en su mano derecha. La niña secó sus lágrimas y una sonrisa iluminó su rostro nacarado. El hada fucsia escribió en el aire nuboso de su cuarto el número 3. Y en su interior Margaret oyó una voz que le decía: “te concederé tres deseos”. La niña pidió primero bienestar para su familia, segundo felicidad y prosperidad para su modesto barrio de tugurios y gente inválida y pobre. Pero el tercer deseo fue el que más ilusión le produjo. Enseguida se olvidó de sus otros deseos y sólo imaginó que conocería al Rey. Entonces el hada, con un movimiento de su vara, la vistió con ropas nuevas, llenas de brillos y colores. Acto seguido, la transportó a una fiesta que daba el Rey a un grupo selecto de invitados. 

Junto con su tercer deseo, Margaret recibió el don de la educación,  la finura y el recato. No tardó el Rey, de la misma edad, en posar los ojos en la bella doncella desconocida. Bailaron y hablaron hasta el amanecer. El rey le contó de sus afanes y del orgullo de reinar sobre gentes tan dispares. Se encendió hablándole de sus ideales de equidad y bien común. Margaret le relató los sufrimientos y hambruna entre los que se debatía su pueblo. La niña debía volver a cumplir su misión, ya que era la mayor de una familia de campesinos desclasados. Por eso, la joven expresó al Rey su tristeza porque ya no podrían volver  a verse. 

El rey insistió en buscarla y recorrer el reino. Ante tal insistencia, Margaret le dio su dirección por entre las estrechas callejuelas circulares del desconocido villorio inglés. Hacia el mediodía, con el fondo de trompetas y campanas, el rey se apersonó en la dirección que Margaret le diera. Una niña desaliñada y llorosa a quien no reconoció lo atendió en la puerta. El rey preguntó si vivía allí una joven con la que había departido en palacio. Margaret le contó que había sido ella y el rey no le creyó. Se marchó afrentado y con pena. 

Esa noche el hada fucsia se presentó a palacio. El rey, que no podía dormir, se sobresaltó ante la belleza mínima del hada fucsia que reverberaba y aleteaba ante sus ojos. Sintió una voz interior que le decía: “¿Qué es aquello que te desvela, mi rey?” Y en su mente se reprodujo la imagen bella y mesurada de Margaret. “Es la niña que visitaste ayer por la tarde”, insistió el hada fucsia. El rey no alcanzaba a comprender. “Debes comprender que tu reino está formado por gente pobre y sin destino. Debes abrir los ojos y procurar que toda tu riqueza se esparza con equidad entre las gentes de tu burgo”. “¿Pero… y esa doncella?, ¿la que me visitó en palacio?” oyó en su interior. “Es Margaret, la hija de un campesino pobre y viudo. Ella ha desechado dos de los tres deseos ofrecidos; sólo quiso conocerte. Si realmente te interesaras en ella llegarías a la verdad”. 

Finalmente, el rey formuló su deseo: “Quiero ser uno más de los pobres de mi reino. Quiero presentarme ante la familia de esa joven y ofrecer mi ayuda. Quiero conocer la vida de las familias de mi reino al lado de tan bella y sensata mujer”. Por la mañana, un joven de ojos azules y capa raída golpeó en la puerta de la pobre casa de Margaret. La niña no lo reconoció y el joven ofreció trabajar en su granja. “¡No puedo pagaros!” sentenció la joven. El oculto rey dijo: “No vengo por la paga; con un plato caliente estará bien”. Fue así que el joven William y Margaret  comenzaron a pasar días y noches juntos. Ambos callaban su secreto. La niña soñaba con el rey y el rey soñaba con cambiar las cosas y desposar a la bella Margaret. En palacio, alarmados, los criados anunciaban la fuga o rapto del rey. 

Y llegó el día en que ambos pedirían lo mismo al hada fucsia. Ese día se fundirían sus anhelos más profundos. La niña, apesadumbrada, lloraba por la desaparición del rey y el rey creía que ya había sido suficiente anonimato. El hada fucsia, con su varita mágica, citó a ambos en el mismo lugar, los hizo tomar de la mano y les contó la historia. Con un ademán fugaz el niño pobre se convirtió en el rey ataviado para una ceremonia y la bella Margaret se convirtió en la doncella de ensueños de esa noche de verano en palacio. Juntos de la mano recorrieron las calles del reino y en el palacio se anunció la boda. 

Fueron felices por siempre y todas las tierras del rey fueron pródigas en frutos y mercancías que colmaron de prosperidad a todos los hogares. El hada fucsia siempre sobrevoló el reino aunque nadie recordaba haberla visto. Margaret y William la recordaron hasta que todo se fue evanesciendo con el tiempo. No así el amor de los Reyes más bellos y justos que reinaron con amor y mesura en esa tierra, venturosa desde ese día.


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