24/10/2020

Antonia Prada -- Gusanos

(Trabajo del Taller de Narrativa 2020.)

Agonizar: del latín agonizare. Se puede traducir como “combatir”.

Hace días que escucho el pitido de la máquina avisándome que estoy viva, hasta que deje de sonar, entonces alguna médica vendrá a apagarlo y llamará a mis papás. Cuando papá y mamá me visitan apenas siento su tacto, sé que me acarician los cachetes y la mano; también sé que me hablan, los escucho opacos, son un murmullo a lo lejos, como si estuvieran en otra dimensión. Las únicas voces que escucho con claridad son las de ellos, mis gusanitos; son la excepción, las que suenan nítidas, claras y firmes. Nos contamos historias, reímos, me dan consejos, me motivan. No solo se deslizan por mis cachetes y manos, me recorren toda, mis sensores se activan, por fin sienten. Nos conocemos bien, hace tiempo estamos juntos; aunque no se presentaron bien la primera vez que nos vimos. Di un mordisco y alejé la vista, ahí estaba uno: moviéndose entre la carne, como en casa, subí la vista, ahí estaba otro: entre la lechuga y el pan. Me saludaban desde mi hamburguesa. Sentí arcadas y corrí al baño, quizá me había tragado alguno sin darme cuenta, pensé. En mi vómito no vi a ninguno, me alivié. Volví a la mesa e intenté comer; frené antes de masticar, a tiempo. Tiré al tacho de basura la hamburguesa y las papas por las dudas. Pensé en hacer algún reclamo, pero me decidí por no comprarles más comida; si había una hamburguesa infectada, por qué no todas. Me fui a dormir con la panza gritando de hambre y en paz, sin gusanos. Tiempo después entendí que mi vómito no significó lo que pensé, la ausencia de gusanos no significaba que no había comido ninguno, de hecho, había comido muchos. De esos chiquititos y blancos con una punta roja, de esos grises y llenos de rayas, de los largos y marrones. Entendí que estaban en todas las comidas, en todas partes; se camuflaban o se dejaban ver, no importaba. Para el momento en que los vi era tarde: ya estaban adentro, reproduciéndose, pegados a las paredes del estómago, del cráneo, de la glotis. Me hablaban, me aconsejaban, eran buena compañía. Me decían que no me preocupe por el frío, era mejor, era que no tenía grasa. Aprendí a ser pura antes de purificarme: era más fácil dejar de comer antes que vomitar. La piel del labio se salía sola, yo solo daba el último tirón; las llagas no me dejaban dar atracones. A veces me encontraba con estorbos, aprendí a saber con quiénes estar; muchas veces éramos nosotros solos. Mamá me obligaba terminar el plato, me obligaba a lanzar. Vomitar empezó a doler, tenía la campanilla inflamada y la garganta ardía, raspaba. Más de una vez me encontré dormida mientras abrazaba al inodoro, cuando los párpados pesaban y no de sueño. Pero ahí estaban ellos, para apoyarme: comé un chicle, hay aliento a ayunas eternas. 

Con cada paso que daba creía que podía ser el último, quizá el siguiente podía ser en el aire: pesaríamos lo mismo. 

Por fin, me vacío, levito. Un viento fuerte me atraviesa, puedo ver a las hojas que levanta y yo era soy más de ellas. Yo soy. No llegamos igual de alto, ellas van por todas partes y yo apenas veo los primeros pisos de los edificios. Soy de porcelana, fina, suave, limpia, fuerte. La Sacrificio. Mi panza chilla, cada vez más, sonrío, la acaricio; seguimos subiendo. Saludo a los de la terraza, lo estoy haciendo bien. La gravedad ya no influye, la burlo, estoy hecha de aire. Los llamo, salen por mi nariz, posan en mi pecho; les muestro la meta. Nos miramos, sonríen, por primera vez les veo los dientes. Volamos, los llevo a recorrer y tocar las nubes, creíamos que eran suaves, pero son espesas. Debemos esquivar aviones, volamos formando la v con una bandada de pájaros; mis gusanitos miran. Lloramos todos. Floto y cierro los ojos. Tengo un motor en el estómago; no para de hacer ruido, me lleva lejos. Mi apetito es el viento. El hambre es un metro más alto, lo dejo crecer. Me acerco a la estratósfera, el pecho hace fuerza, los pulmones se inflan, no se llenan del todo. Respiro hondo, pero me falta aire; no puedo parar de subir, pero tengo tapones en la nariz. Intento inflar el pecho, rompo una costilla. Ellos gritan; no pueden esconderse acá adentro, ni allá afuera; todo, nos estamos, se está, cayendo. Afuera, en la estratósfera, queda poco oxígeno, lo agarro de a cuotas. Veo una bola de luz acercarse, la piedra nos lleva puestos y se derrite entre nosotros mientras aterrizamos. Caemos con velocidad, nos estampamos contra el suelo. 

Vuelvo a escuchar el pitido, el murmullo de la clínica, los gritos de los bebés naciendo, el motor del respirador. Percibo la voz de mamá a lo lejos, que bien que cocina mamá, que ricas tortas hacía. El chocolate se derrite hasta el suelo, se baña en grana, dos pisos de bizcocho se separan por una capa de dulce de leche; aparece él en el medio, se pasea, llama a sus amigos: se llena de gusanos, ya no tengo ganas de comerla. Contraen, estiran, contraen, estiran; avanzan. Me dicen que es por mi bien, les tiendo la mano, me los trago de nuevo. Vuelvo a mirarla, sigo sin querer torta, ellos la ensuciaron. 

Me pesa el cuerpo, los párpados. La gravedad está más fuerte que nunca. Estoy vacía, pero cargo millones de gusanitos dentro, pesan, los siento moverse, felicitarme. Siento una picazón donde los guardo, en el estómago. Escucho la voz forzada de mamá hablando con el médico, puede que esté llorando. El pitido se hace más rápido. Los escucho festejar a lo lejos; ya no están nítidos. El ruido de la máquina se hace fuerte y marca mis latidos, me gruñe al oído, están yendo rápido. Sí, está llorando. Empiezo a vislumbrar, a sentir las avenidas de mi intestino cargadas de ellos, a sospechar que se están llevando algo, que ya no son gusanos: son larvas, de las que comen cadáveres. 

Pienso en papá, quiero sacarlos, pienso en mamá, es urgente, hago fuerza para expulsarlos. Los interrumpo: estaban empezando a comerme el estómago; les veo el pico: se estaban convirtiendo en buitres. Me gritan que por favor no, que no tengo nadie más que ellos. Siento mi piel abrirse en el vientre; duele como si tuviera ácido encima. El aire entra a la panza, la tengo llena de agujeros. Respiro profundo, parece que por primera vez, lleno los pulmones de aire. Contraigo el abdomen: siento salir a uno de los gusanos por un hueco, lo repito: sale a otro por otro orificio. Una gota me recorre la sien, las sábanas se empapan de transpiración. Dudo de mi fuerza y resistencia. Sin ellos peso todavía menos. Contraigo, expulso un gusano. Me duele la cabeza, puede que tenga uno acá adentro. Con cada uno que sale abro más y más los ojos, siento de a poco las manos: una la agarra papá y la otra mamá. Escucho claro, la enfermera llama a los gritos al médico. Aprieto las manos con fuerza, tengo retorcijones. Ahora también me sostienen las piernas. Con cada impulso levanto la cadera, empujo con fuerza, como si quisiera devolverlos al cielo. Mi piel se desintegra, los agujeros se hacen cada vez más grandes; podemos verlos dentro de mi estómago, intentando esconderse entre las tripas. Salen tres al mismo tiempo, se deslizan sobre el costado de mi abdomen hasta caer en la camilla, la recorren hasta el suelo, sin despedirse se van por el hueco debajo de la puerta. Queda uno, se esconde atrás de la nuca, lo siento moverse, sube por detrás, llega al cráneo. Como un gusano, me contraigo y me estiro, reboleo la cabeza, lo deslizo de un tirón hasta la faringe; nunca tan fácil, sin ayuda de dedos o gusanos, hago una arcada. Lo vomito, sale por donde entró. Abro los ojos por completo: da la sensación que por primera vez. Mamá y papá me dan besos en la frente. 

Volviendo a casa le pregunto a mamá si me puede hacer esas tortas con chocolate y dulce de leche, me dice que sí.


No hay comentarios:

Publicar un comentario