24/10/2020

Pía Méndez -- Las tres ventanas

 (Trabajo del Taller de Escritura para Adultos 2020. Género: cuento.)


Quiero… –pensó.

Bueno… realmente no sabía si este era el verbo indicado.

Se devanaba entre quiero, necesito y gustaría.


Al final, da lo mismo –pensó nuevamente, evadiendo el cuestionamiento, aquella pregunta que frecuentemente tenía el poder de ponerlo contra la pared.

Imaginó que cada uno tiene su propia pregunta. Su pregunta acosadora. Aquella, insistente y perseverante que suele repetirse a lo largo del día, o de la semana… o de la vida.

Él conocía la suya, o creía conocerla. Dependía de qué día fuese, o del ánimo, o hasta del clima.

Pero, sentado como se hallaba ahora frente a su computadora, por primera vez le pasó por la cabeza preguntarse cuál sería la pregunta acosadora de su vecina de enfrente. La que justo en aquel momento, veía, a través de su ventana, lavando los platos en su pequeña cocina del departamento del edificio que daba justo al frente del suyo.

O la pregunta del otro vecino… el del departamento de más arriba. No lo conocía personalmente, pero lo había observado montones de veces mientras él tecleaba en su computadora buscando respuestas a su propia pregunta personal. Entre palabra y palabra, miraba pasar al vecino de un lado a otro de la sala, o atravesar el comedor, o cerrar la puerta cuando salía quien sabe a dónde.

También estaba el chico, el más joven, tal vez como de veinte. Vivía debajo de la que lavaba los platos. Él pensaba que era músico, o al menos le interesaba la música. A través de la pequeña ventana podía ver a duras penas, la mitad de un piano de color oscuro, casi negro, que había en la sala. Siempre, o casi siempre, temprano en la mañana, el chico se sentaba frente al piano y por un rato manoseaba como el las teclas: el chico, las del piano, él… las del teclado de su computadora. Tocaban al unísono sin conocerse, sin saber del otro, pero buscando ambos tal vez, solo tal vez, la misma respuesta a la misma pregunta acosadora que se paseaba por los departamentos, por los pasillos de los edificios, por las vidas de la gente, sin pedir permiso, sin tiempo ni hora. Tecleaba la pregunta… la misma tecla siempre, con su sonido repetitivo y sin variación: ¿qué quiero?

Pero aquella mañana, especialmente aquella mañana, mientras el intentaba coser palabras y darles algún sentido, notó que las tres ventanas, justo aquellas tres a través de las cuales podía asir un poquito de otras realidades, estaban cerradas.

Inicialmente lo vio así, de pasada, como cuando vemos y no vemos. Y siguió con sus dedos danzando sobre su teclado, invadido por la música rítmica de las teclas. Miraba de vez en cuando hacia afuera, entre frase y frase, entre párrafo y párrafo. Miraba, pero no veía. Hasta que después de mirar varias veces, tal vez cinco o siete, una parte de su mente notó que faltaba algo allí afuera. Algo faltaba. Algo estaba diferente. Como movido de sitio. Como cuando no te avisan y alguien cambia una silla de lugar, y la pone en otro, y tú te tropiezas con ella cuando vas pasando. Algo estaba diferente. Sí. Ya lo notó. Detuvo la danza de sus dedos en el teclado y pudo al fin verlo: las tres ventanas estaban cerradas. Las tres. Al unísono.

No podía ser.

¡No puede ser! –se dijo.

Una angustia inexplicable lo invadió. Después de algunos segundos que necesito para corroborar la situación, se levantó de su silla y camino hacia su ventana. Parado ante ella, no recuerda cuánto tiempo, examinó y re–examinó la fachada del edificio de enfrente. De arriba a abajo. De izquierda a derecha. De derecha a izquierda. Todas las ventanas de los departamentos abiertas. Solo tres cerradas. Justo las tres enfrente de él. Sus tres ventanas. Porque… ¡eran suyas! ¡Le pertenecían! ¿Quién había osado cerrarlas? ¿Quién se había atrevido, sin su permiso, a eliminar de su paisaje, así, como si nada, aquellos pequeños rectángulos que le constataban a diario la vida? ¿Quién? …O ¿quiénes? 

Después de permanecer un rato allí parado, vino la otra fase. La de caminar como un loco y rápidamente por su departamento. De aquí para allá. De allá para acá. No importaba. No era muy grande su departamento pero había que caminar como fuese. Caminar rápido siempre le había ayudado a pensar. Y ahora necesitaba justamente pensar. Pensar. Pensar. 

Piensa, piensa –se decía a sí mismo. 

Pero, ¿qué puede ser? ¿Que puede haber sucedido? ¿Por qué? ¿Sera simple casualidad? ¿O se habrán puesto de acuerdo? ¿Estarán confabulando estos tres contra mí? ¿Por qué me cierran las ventanas? ¿Por qué me niegan el derecho, que me he ganado a diario, durante meses, a entrar en sus vidas, en sus rutinas? ¡Conozco cada detalle, cada secuencia! ¡Me las sé de memoria! ¡No pueden quitármelas así nada más!

Tranquilízate –se dijo a sí mismo. Tranquilízate para poder pensar.

¿Qué podía hacer? ¿Qué acción tomar?

Inicialmente decidió regresar a su ventana y esperar un rato allí de pie, para ver si las abrían nuevamente. Tres minutos… diez minutos… ¡No! ¡Media hora es demasiado! Ya han tenido tiempo suficiente para abrirlas.

Entonces, en vista de que su angustia crecía, decidió audazmente ir a incursionar la escena del supuesto delito: cruzar la calle e ir a visitar el edificio de enfrente.

Sonaba un poco arriesgado, pero no tanto. Así que se puso su chaqueta para el fresco otoño y salió decidido de su departamento, dejando atrás su computadora sobre el escritorio, todas las palabras escritas y hasta olvidándose de su propia pregunta acosadora. Todo podía esperar. Ahora, lo vital era rescatar sus tres rectángulos de realidad.

Bajo rápidamente las escaleras de su edificio. Eran apenas cuatro pisos. Salió a la calle. Se detuvo en la vereda. Vio a un lado y al otro. No venía ningún auto y cruzó entonces la avenida para aproximarse al edificio de enfrente. De repente, empezó a notar que le costaba un poco caminar. Su ritmo inicial, acelerado e impetuoso, comenzó a disminuir. Más lento, más lento. Cada paso se hacía más corto a medida que seguía caminando e intentaba aproximarse a la entrada del edificio de enfrente.

¿Y qué haré cuando llegue allí? –se preguntó–. ¿Qué estoy haciendo? ¿Cómo entraré? ¿A quién le preguntaré?

Como en muchas situaciones de la vida, en las que actuamos por instinto y no por raciocinio, él se había dejado llevar por la emoción. Cuando consideramos algo vital para nuestra existencia, lo sea o no ciertamente, la razón se duerme… y la emoción reina.

Llegó al fin, arrastrando sus pies lentamente, ante la entrada de aquel edificio elegido. Un gran y hermoso portón de madera antigua y sólida se esgrimía allí, a tal vez tan solo unos tres metros de él, detrás de la reja de metal torneado y pintado de negro que lo separaba a él de aquella puerta.

¿Y ahora? –pensó–. ¿Qué hago? ¿Entro? ¿Cómo entro? Y si logro entrar, después ¿qué haré?

Es curioso cómo las preguntas, en las vidas de las personas, pueden cambiar de un momento a otro. Hace tan solo una hora, él se hallaba en su escritorio, en su casa, preguntándose qué quiero. Ahora, estaba allí, frente a un grandioso portón de madera de dos alas, preguntándose qué hago. Lo que sí es seguro, por alguna razón, es que todas las preguntas… tarde o temprano se repiten.

Mientras todo esto sucedía en su cabeza y él permanecía estático enfrente del edificio, inesperadamente… el portón de madera se entreabrió. Miró cómo lentamente aquel pesado y macizo elemento comenzaba a abrirse. Alguien lo empujaba desde adentro. Un inquilino salía a esa hora del edificio apuradamente. Camino rápido hacia donde él estaba, abrió igualmente la reja negra y pasó al lado de él sin decir ni buenos días, sin ni siquiera notarlo. Él, rápidamente también, sin pensarlo, atajó la reja negra con su mano antes de que se cerrase, y corrió hasta el portón de madera dando tres o cuatro zancadas. Justo a tiempo para lograr también atajar el portón antes de que se cerrase definitivamente.

Entró. Entró al edificio. Allí se hallaba. Un espacio pequeño, de algunos metros cuadrados, fungía de recibidor del edificio. Observó aquel breve espacio con detenimiento. El hermoso piso de baldosas cuadradas de terracota gastada. A su izquierda, adosado a una pared, un mueble de madera clara y medianamente alto, hacía de repisa, y encima de aquel, un bello florero de cerámica blanca y azul con media docena de crisantemos amarillos aspiraba a dar la bienvenida a quienes reparasen en él. Y, enfrente, en todo el medio… la escalera. Modesta, sí, pero suntuosa. Los peldaños de granito jaspeado y semi brillante ascendían elegantemente, invitando a quien fuese, a subir.

Y así lo hizo. Comenzó a subir sin pensarlo mucho.

Llegaré primero al cuarto piso –pensó–, y le tocaré la puerta al chico del piano. A esta hora de la mañana siempre está practicando. Le diré que soy su vecino de enfrente y me presentaré. Cuando abra su puerta, podre ver desde allí, si su ventana continua cerrada o si ya la abrió. Si la tiene aún cerrada, podre decirle: este otoño no ha sido tan fresco como otros, ¿no es cierto? Es que aun recién empieza y algunos días… ¡hasta hace calor! Siempre es bueno abrir las ventanas y refrescar el aire de la casa. Los médicos dicen que es bueno para la salud.

Entonces el chico se lo pensará mejor un momento, e irá a abrir su ventana para que en verdad entre el aire… y ya está, asunto resuelto.

Al llegar al cuarto piso, tocó la puerta del departamento del chico. Esperó. Nada. Volvió a tocar. Nada. El vecino del departamento de al lado, salía en ese momento. 

–El chico no está en casa –dijo al pasar–. Lo sentí salir temprano en la mañana. 

Y el vecino, se perdió rápidamente escaleras abajo.

No había nada que hacer. Así que continuó subiendo por la escalera hacia el quinto piso mientras meditaba: 

–¡Quién sabe a dónde iría! Siempre suele estar a esta hora de la mañana practicando en su piano. ¡Vaya usted a saber!

Se detuvo ante la puerta de la vecina “lava platos”. No conocía su nombre, por supuesto. Era solo la mujer de mediana edad, pelo corto y castaño rojizo hasta los hombros, delgada y con delantal, que enjuagaba uno a uno los platos con esmero cada mañana. A él, se le antojaba linda y risueña. Algunas mañanas, hasta creyó imaginar oírla tararear alguna melodía mientras ella lavaba los platos y él tecleaba con ritmo en el teclado de su computadora.

Tocó el timbre y esperó ante la puerta. Nadie venía a abrir y no lograba escuchar nada adentro. Tocó nuevamente. Un niño, como de unos ocho años tal vez, pasó corriendo a su lado con un balón de futbol en sus manos. 

–Angelina no está –le dijo–. Salió esta mañana temprano con su hijo. Se fueron de viaje, me dijeron, y Octavio me regalo su balón –agregó el niño mostrándole orgulloso el balón color blanco y azul marino.

–¿Cuándo regresará? –preguntó.

–No sé bien. No dijeron. Los dos cerraron sus departamentos y se fueron temprano.

–¿Cuáles dos? –repreguntó.

–Angelina… y su hijo, Octavio, ¡el chico de abajo!

El balón azul y blanco se le escapó de las manos al niño y comenzó a rodar escaleras abajo por los escalones de granito. Pum, pum, pum, pum, pum… y el niño se fue corriendo tras de él. Antes de desaparecer en la curva de la escalera que descendía, volteó la cabeza y le dijo:

–Toque en la puerta del señor Raúl, el vecino de arriba. Tal vez él sepa. Son muy amigos.

Raúl. Así entonces se llamaba el vecino del sexto piso. El de su tercera ventana. El que veía pasar de la sala al comedor. Del comedor a la cocina. Y de nuevo a la sala donde se sentaba en su butaca color verde oliva con una taza humeante en la mano, a beber quién sabe qué bebedizo caliente mientras se quedaba pensando en silencio mirando hacia la ventana.

En varias ocasiones, él, desde su escritorio y a través de su propia ventana, había experimentado la sensación, casi con certeza, de que ambas miradas, la de él y la de su vecino sentado en la sala con la taza en la mano, se encontraban y permanecían ambos mirándose fijamente unos instantes, inquiriendo en silencio cada uno, quién sería el otro.

–¿Quién será ese de enfrente, que cada mañana no hace sino escribir en esa bendita computadora? –se preguntaba a lo mejor ciertamente el hombre del sexto. El de la tercera ventana.

Y él. Cuantas veces no se había preguntado quién sería aquel hombre, que se le antojaba solitario y hasta quizás un poco triste, caminando de un lado a otro intentando hacer pasar rápido el tiempo. Acababa de enterarse de que se llamaba Raúl.

Comenzó su ascenso hacia el sexto piso. Sin saber por qué, iba contando mentalmente los escalones que subía. Uno, dos… doce, trece… Treinta y tres escalones contó, cuando llegó por fin al piso seis. La escalera terminaba justo enfrente de la puerta del departamento de Raúl.

A esa altura de la mañana, él ya no sabía qué pensar. Él, tan racional, tan acostumbrado al análisis y a las explicaciones lógicas, toda aquella situación perturbaba el orden de su mente. Ni en sus momentos más imaginativos hubiera concebido que el chico músico que tenía un piano negro era hijo de “la lavaplatos” risueña de arriba, que además le interesase también el fútbol y mucho menos, que junto al piano tuviese por ahí tirado un balón de fútbol blanco y azul.

–Angelina y Octavio. Así se llaman –dijo en voz alta, pero quedamente.

Tomó impulso en su mente, inhaló aire profundamente… y se lanzó a avanzar tres pasos definitivos hasta el umbral de la puerta del departamento del tal Raúl.

Algo en su interior le decía que sería infructuoso. Que tampoco estaría, como los otros. Pero ya estaba allí. ¡No había subido hasta el sexto piso solo para devolverse en el último momento! Extendió el brazo y tocó el timbre.

Sintió que paso una eternidad… y cuando iba a tocar nuevamente, una voz desde su derecha, una voz de mujer, le dijo:

–El señor Raúl no está. ¿Es usted su familia? 

Era una mujer baja y gorda que con un  lampazo en la mano y un tobo lleno de agua se dedicaba a limpiar el piso del pasillo.

–No –acertó a contestar–. Soy su vecino. Del edificio de enfrente.

–Yo soy Luisa, la conserje de acá. El señor Raúl no va a volver. Se mudaron a otra provincia. Se fueron esta mañana temprano, los tres. Lástima. Muy buena persona el señor Raúl. Lo voy a extrañar. Siempre me daba un dinero extra por limpiar el pasillo. Y… usted sabe… siempre se agradece un dinerillo extra. Con el sueldo que a una le pagan ¡no alcanza casi para nada!

No sabría decir a ciencia cierta cuanto tiempo pasó entre aquellas palabras y cuando por fin logró decir escuetamente:

–¿Se marcharon? ¿Los tres? ¿A dónde?

Cuando el misterio nos sorprende sin aviso, no podemos hacer otra cosa que quedarnos allí parados, casi como tontos, esperando lograr entender algo de forma mágica.

–No me dijo a donde el señor Raúl. Pero da lo mismo a dónde haya sido. Tomo la mejor decisión. Es un hombre bueno y muy trabajador. Pero ya estaba cansado. Creo que ¡cansado de tantas cosas! Del mismo trabajo de años… de su soledad… de siempre prepararse el mismo su café cada mañana… Tomó la mejor decisión. Sí señor. Eso creo.

Para no parecer demasiado interesado en el asunto, dijo como por casualidad:

–Si. Es cierto. Yo opino igual. Estaba realmente cansado.

Y Luisa, aprovechando el momento de poder conversar al fin con alguien mientras seguía automáticamente pasando el lampazo sobre el piso, continuó diciendo:

–Yo siempre se lo dije. Creo que lo aconsejé bien. Le decía: señor Raúl… si a usted le gusta esa mujer… ¡dígaselo! ¡Yo no sé qué está esperando! Creo que ha esperado demasiado. Le puede pasar como al que está en una estación de tren esperando sentado mucho tiempo porque el tren viene retrasado. Entonces, la persona se queda dormida, y cuando por fin llega el tren, allí está él… sentado, dormidote y ¡sin enterarse de nada! Y, ¿qué pasa?... que el tren se va… y lo perdió. Y le dije también otra cosa. No pierda el tren señor Raúl… porque a veces pasa solo una vez. Yo que se lo digo. Sí señor.

A duras penas él intentó hilar toda aquella avalancha de palabras. Luego casi tartamudeó y volvió a repetir:

–Sí. Realmente hizo bien. Yo opino lo mismo.

Se quedó allí un buen rato, en el sexto piso, hablando con Luisa mientras ella terminaba de limpiar todo el pasillo con su lampazo empapado. 

Al final, logró enterarse, en resumidas cuentas, de que hacía algo más de tres meses que Raúl le había hecho saber sus sentimientos a Angelina. Ella le había correspondido felizmente y se lo había contado a su hijo músico, al cual, a su vez, le había parecido una fantástica noticia. 

Hace apenas tres semanas, a los tres les dio un acceso de locura irreversible y al unísono. Raúl renuncio a su trabajo de años. Vendió varias cosas que tenía en su departamento y juntó ese dinero con sus ahorros. Angelina hizo algo parecido y Octavio… vendió en muy buen precio el piano de madera oscura. Juntaron todo el dinero y se mudaron de acá… quién sabe a dónde… a hacer quién sabe qué.

Ya casi cuando se despedía de Luisa para regresar a su departamento, ella le dijo:

–Usted no sabe la cantidad de cosas de las que se entera una siendo conserje y limpiando pasillos. Uno, si pone atención, llega a conocer a todos y cada uno de los que viven por acá. Sus vidas se vuelven como la vida de una. Es como cuando a uno le toca el día de limpiar las ventanas. Al principio están los cristales medio borrosos. Llenos de polvo y de humedad. Pero poco a poco, con paciencia, y de tantas veces pasar el trapo… quedan tan transparentes que se puede ver todo perfectamente… ¡hasta el edificio de enfrente!

Desde ese día, y durante unas dos semanas, las tres ventanas del edificio de enfrente al suyo, permanecieron cerradas.

Hoy se levantó como cada mañana y se sentó en su escritorio frente a su computadora a escribir. Mientras lo hacía, como de soslayo, creyó divisar algo diferente. Levantó la vista y miró por la ventana. Al otro lado de la calle, una de las tres ventanas de enfrente estaba abierta nuevamente. Con detenimiento, pudo ver, a través de ella, a una pareja colgando un pequeño cuadro con unas flores pintadas en él, en la pared de la pequeña sala.

Ha recuperado uno de sus tres rectángulos donde la vida se muestra disimuladamente.




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