24/10/2020

Marina Solsona -- 101

 (Trabajo del Taller de Escritura para Jóvenes 2020. Género: cuento.)


Lunes 19 de marzo.

Respiró profundo. Contó hasta ciento uno una vez más.

Abrió la puerta. Subió los tres pisos que lo separaban de la sala de espera. Treinta y seis escalones para ser exactos. Cuando entró a la habitación, se distrajo mirando los trece diplomas que estaban colgados en la pared. Desconfiaba de la gente que ostentaba sus logros, pero le gustaba el número trece. 

En el fondo había una gran biblioteca con uno, dos, tres...veintiuno, veintidós, veint… La secretaria detuvo la cuenta preguntándole su nombre. Le contestó, un poco fastidiado por la interrupción. Siguió contando. ¿Dónde se había quedado? Ah sí. Veintitrés, veinticuatro, veinticinco… doscientos diez, doscientos once…

–El doctor lo atenderá en cinco minutos, si quiere puede tomar asiento –volvió a interrumpir la muchacha desde atrás del mostrador, señalándole seis sillas azules.

Terminó de contar, al fin. Doscientos cuarenta y tres libros.

Se sentó a esperar en la silla que se encontraba a mayor distancia del “toilette”, intentaba mantenerse alejado de los interminables azulejos que caracterizaban a la mayoría de estos.

Cinco minutos. Siempre se hacen siete. La sesión duraría una hora, eso le habían dicho. Cuatro minutos extra entre el saludo y el descenso de los treinta y seis escalones que lo separaban de la calle, debería bajarlos rápido. Más el tiempo que tardaría en conseguir un taxi, un aproximado de diez minutos a esa hora, que lo dejaría en la puerta del edificio veinte, veintiún minutos después. Una vez allí, subiría los cuarenta y ocho escalones hasta su departamento y se daría un baño. De esta forma llegaría con tiempo justo para cenar a las nueve en punto. Siempre cenaba exactamente a esa hora y terminaba 9:25, cuando comenzaba a lavar los platos. Luego de cepillarse los dientes, leía un rato y cuando el reloj marcaba las diez cero cero se dormía. Siempre se dormía a las diez en punto, para luego de ocho horas, a las seis en punto, despertarse e ir a trabajar.

Miró el reloj. Habían pasado treinta segundos.

Cuando iba al colegio sus compañeros le decían “El cuentacosas” –cada tanto, alguno “se pasaba de la raya” y, por ejemplo, le gritaba “a ver si esta vez la agarras Newton” mientras le revoleaba una manzana por la cabeza–. En el recreo, se agrupaban alrededor de él y tiraban sobre la mesa todos los útiles que encontraran. El pobre se quedaba horas contando mientras los mocosos se reían a carcajadas, hasta que se aburrían y se ocupaban de mortificar a algún otro “rarito”, pero ningún blanco era tan divertido como “El cuentacosas”. Lo mostraban a los alumnos de los demás cursos como un muñequito de circo. A los catorce años, cuando lo diagnosticaron, sus padres decidieron cambiarlo a otra escuela, quedaba mucho más lejos de su casa, pero, por lo menos, allí nadie lo molestaba y tenía muchos amigos.

Debía admitir que el apodo que le habían puesto los crueles adolescentes era bastante atinado. Él contaba cosas, él contaba todo. No porque quisiera, claro está. No lo podía evitar. No era capaz de estar en una habitación sin contar todo lo que se encontraba en ella. Una vez, en el colectivo –medio de transporte que aborrecía–le contó las 333 flores al vestido de una señora y se pasó veinte cuadras de su parada. Y eso no fue nada comparado con la vez que estuvo ocho horas en un aeropuerto, contando los distintos productos del free shop. De manera que nunca más se le cruzó por la cabeza irse de vacaciones a Uruguay ni a ningún otro lado o, por lo menos, no en avión.

Miró el reloj preocupado, habían pasado dos minutos y doce segundos. Se puso nervioso. ¿Qué pasaría si el doctor no llegaba a la hora que le habían prometido? Los cinco minutos podrían hacerse quince en lugar de siete. ¿y si al salir no encontraba ningún taxi? ¿O el chofer chocaba por accidente? Debería ir caminando o tomarse el colectivo. ¡No, el colectivo no! ¿Y si todo esto sucedía? No podría comer a las nueve ni dormirse diez en punto, por lo que no descansaría las ocho horas necesarias y estaría agotado todo el día. ¿Y si por el sueño no escuchaba la alarma y se quedaba dormido? ¡Llegaría tarde a trabajar! Nunca había llegado ni un minuto tarde a trabajar. ¿Y si lo despedían? ¡Perdería el trabajo porque un estúpido doctor se retrasó diez minutos más de lo acordado y el desatento taxista chocó con el auto que se le atravesó!

Se levantó de la silla, invadido por la desazón, con la intención de irse lo más rápido posible a su casa. Le sucedía muy seguido. Él lo llamaba el “eterno retorno”. Era un ciclo sin fin. Cualquier cosa que alterara –o potencialmente pudiese alterar–su impecable rutina, lo ponía muy nervioso y siempre sucumbía. Volvía a su departamento inquieto y angustiado. Recién cuando estaba protegido de la desgracia, sentado en su sillón, respiraba profundo, contaba hasta ciento uno y lograba calmarse.

Estaba abriendo la puerta, cuando una mujer irrumpió en la habitación bastante alborotada y lo golpeó por accidente. Debía ver al doctor T ya mismo. La secretaria intentó calmarla y le dijo que en cinco minutos estaría aquí y podría hablar con él.

–Dos minutos –le corrigió nuestro protagonista–; hace tres minutos dijo que eran cinco.

–Dos minutos –repitió la secretaria, avergonzada.

–Además –dijo, dirigiéndose ahora a la alborotada mujer–, yo estoy antes que usted.

Al decir esto no puedo evitar mirarla. Ésta estaba disculpándose, pero él no escuchaba nada de lo que le decía. Su hermoso rostro estaba invadido de incontables pecas y sus brazos colmados de lunares, que eran los círculos más perfectos que había visto, como si alguien los hubiera dibujado, minuciosamente, con un compás sobre su piel. Llevaba puesta una camisa repleta de diminutos puntos negros, su mayor suplicio, la única figura con la que se perdía al contar y siempre debía volver a empezar. Un cinturón con tachas –también incontables, desde ese ángulo–sostenía una larga pollera roja, que permitía que se viera solo la última porción de sus pálidas piernas, también llenas de lunares, al igual que sus brazos.

Se quedó mirándola perplejo. Era la cosa más preciosa que se había cruzado en la vida. Era un sueño. Y a la vez, una pesadilla. Todo en ella era infinito. Su belleza y sus lunares. Nunca podría terminar de contar.

Estaba pálido, todo le daba vueltas.

–¿Se siente bien? –le preguntó la hermosa mujer, al ver que tambaleaba.

–Sí, solo estoy un poco mareado. Necesito sentarme –contestó, y ambos se sentaron.

Ella lo miró. Los penetrantes ojos marrones lo atravesaban y se acaloró. Estaba muy nervioso.

–Me llamo Ana –dijo y sonrió.

–Tomás –contestó él, mientras hacía un gran esfuerzo por no contarle los increíbles dientes.

Ana. A-N-A. ¡Qué maravilloso nombre!

Comenzaron a hablar, al principio tímidos, pero poco a poco se fueron soltando. Ella le confesó que acumulaba cosas. Él, que contaba cosas. No pudieron evitar reírse por la ironía de la situación. Ella tenía tantas cosas que él nunca podría dejar de contar. Ella le habló de su pasión por la música, tenía tantos discos que había perdido la cuenta. Él le habló sobre la suya: los números primos y capicúas.

Tan fascinado estaba Tomás, que no se hubiera dado cuenta que habían pasado, no cinco ni quince, sino treinta y nueve minutos, si no hubiese sido porque la secretaria los interrumpió –cosa para la que tenía mucho talento– para decirles que el doctor había tenido un inconveniente y no podría llegar. Reprogramaron para la otra semana.

Ana, que tampoco había tomado dimensión del tiempo, le ofreció –mientras componía una pícara sonrisa– ir a tomar un café, y Tomás –advirtiendo la sonrisa– aceptó, sin dudarlo. Hacía mucho tiempo que no dudaba.

No voy a dar detalles de lo que sucedió luego del café. Solo voy a decir que los infinitos lunares fueron contados y que, por primera vez en mucho tiempo, Tomás no cenó a las nueve en punto ni se durmió cuando el reloj marcaba las diez cero cero. Igualmente, no se asusten, llegó a horario al trabajo.


Lunes 26 de marzo.

Respiró profundo. Contó hasta ciento uno una vez más.

Treinta y seis escalones. Trece diplomas. Doscientos cuarenta y tres libros.

–El doctor los atenderá en cinco minutos.


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